Tan cierto como endeble
Aterriza Las 13 rosas en tiempos duros, con la obligatoriedad de no perder la lacerante memoria y la paradoja de ponerse de acuerdo con el olvido por razones de supervivencia y racionalidad, con el ambiente envenenado, con fatigosa sobredosis de esquelas macabras en los periódicos que evocan barbaries de hace 70 años y que crean desasosiego en cualquier mirón con pavor a la sangre derramada, con miradas atravesadas entre los vecinos, con la innegociable convicción de que el malo y el equivocado siempre es el otro, con secuencias callejeras o en bares caldeados por el alcohol agresivo que podrían degenerar en tortas y no precisamente porque alguien intente mancillar el honor de su equipo del alma. Esta película pretende revivir el espanto de tantos vencidos en el Madrid de 1939, mostrar su incertidumbre o su desolación, homenajear a inocencias profanadas con las que se cebó el monstruo, la venganza, el enloquecido, o selectivo, o gratuito, pero siempre temible ajuste de cuentas.
LAS 13 ROSAS
Dirección: Emilio Martínez Lázaro. Intérpretes: Pilar López de Ayala, Verónica Sánchez, Marta Etura, Nadia de Santiago, Gabriella Pession, Félix Gómez, Asier Etxeandia, Fran Perea. Género: drama. España, 2007. Duración: 132 minutos.
No encuentro solidez ni en lo que dicen ni en lo que hacen los personajes
Nada que objetar a que el cine cuente machaconamente una y otra vez esas matanzas tan abundantes como siniestras que despejan cualquier duda sobre la capacidad del género humano para perpetuar el mal, que los niños de cualquier generación constaten las fechorías ancestrales del ogro, que sigan recordándonos que el Holocausto no pertenece al olvidable territorio de la pesadilla sino que ocurrió allí y, entonces, que la buena conciencia progresista sufrió una herida tan devastadora como irreparable cuando después de frotarse los ojos constató que uno de los disfraces del diablo habitaba en el bendecido padrecito Stalin, que Estados Unidos lanzó bombas atómicas sobre Japón con el humanitario propósito de acelerar rendiciones y todos los hombres volvieran a ser felices y a comer perdices, que un generalísimo con bigote (como lo tenían Hitler, Stalin, Videla, y Pinochet, o sea, que ese adorno supuestamente estético no puede ser casual en tanto canalla victorioso) llamado Franco despreció la piedad con los derrotados y legitimó la barbarie.
Y me asomo con ganas a un argumento que presupongo va a estar protagonizado por buenos y malos, por verdugos y víctimas, por gente acorralada. Como buen maniqueo no tengo prejuicios ante tan resbaladizas condiciones morales. A condición, claro está, de que logre creerme lo que veo y escucho, que la historia me atrape, que los personajes me apasionen, que me transmitan su angustia, su terror, su coraje y su esperanza, que me arañen las fibras sensibles, que me empape el hedor y la tensión de esa época cruel, que me meta en la piel y en el corazón de esas 13 vulnerables rosas que van a ser inmoladas. Pero no ocurre. Ni en el nada esperanzador arranque, ni el desgraciadamente previsible desarrollo, ni en un desenlace esforzadamente conmovedor. No dudo de la realidad notarial de policías aficionados a perforar con brasas los delicados pezones de sus presas, de torturadores con complacidos guantes de boxeo, de la vocación delatora de la clase media, de los traidores afiliados al mezquino sálvese quien pueda, de carceleras lesbianas y retorcidas que ofrecen privilegios a las agnósticas que pasen por el confesionario. Tampoco del carácter angelical de las acojonadas heroínas, de su solidaridad, de su negativa a pactar su salvación mediante el manto protector de un matrimonio con los ganadores, de su deseo de huir y de quedarse, del pánico ante el inminente e interminable túnel. El problema es que tal como me cuenta la historia el director, esos sufrimientos me son ajenos, no encuentro solidez ni en lo que dicen ni en lo que hacen los personajes, la abusiva música pretende inútilmente subrayar las emociones, pretenden imponerme en cada secuencia lo que debo pensar y sentir, no me dejan elegir por mí mismo, no me creo la desesperación de esas actrices perfectamente maquilladas aunque estén cercadas por ratones y cuenten que los niños están muriendo de hambre. No tengo palabras para definir el baile de claqué y el forzado sentido del humor que ejercitan las víctimas con afán de distraer a su miedo. Y mi buscada lágrima no aflora ni en ese final tan autoconvencido de su contagiosa emoción. Me ocurre todo lo contrario cada vez que observo en el Prado aquellos inolvidables fusilamientos que retrató Goya. No desvarío. Esa pintura y esta película pretenden hablar de lo mismo. Ser o no ser, ésa es la cuestión. Palabra de Hamlet.
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