No es gracioso
No es gracioso. Cerré todas las puertas, ventanas y rendijas con extrema precaución y me fui a la cama temiendo que volvieran a entrar. Es un triunfo conciliar el sueño con la zozobra de que aparezcan en cualquier momento y luego, el sobresalto al escuchar el menor ruidillo. La paranoia regresó y comencé a imaginar todas las posibles maneras de erradicar a los rateros implacables, los ladrones de cuatro patas que habitan en El Raval. Al día siguiente me armé de valor y decidí vencer la vergüenza para confesarle al vecino mi infortunio, esperando me brindase un consejo solidario:
-¿Oye, tú también tienes ratones? -le pregunto.
-¡Hostia que si tengo! He matado seis en la última semana y he leído en el periódico que hay una plaga en El Raval y que una mujer ¡ha matado 20 en 10 días! De nada sirve si fumigas porque te entrarán de nuevo.
Mis sospechas quedaban confirmadas, así que no había tiempo para titubeos. Realizo una búsqueda por Internet que me ilustre acerca de esta asquerosa fauna y escribo todas las variantes que puedan haber con ratones y Raval. Aparecen varios títulos: El Ratón Pérez, "el grupo musical Ratones Paranoicos". No, esas no. Plaga de ratas en Cataluña, abro esta última y encuentro un vídeo donde sale un hombre poniendo una trampa en una panadería (sólo espero que no sea donde suelo comprar el pan) y la voz en off alerta: "Se teme que los roedores lleguen a La Rambla provocando el pánico de los turistas", y más adelante descubro la nota de EL PAÍS en la que se denuncia la insalubre situación desde el pasado agosto, aduciendo como causante la cantidad de obras en los alrededores y la desaparición de los gatos callejeros. Al comprobar que se trata de un problema de salud pública, hablo con el Ayuntamiento para explicarle mi angustiosa situación, y después de escucharme detenidamente me informan:
-Si los ratones están dentro de una casa es un problema privado, si estuvieran en la vía pública, entonces sí es nuestra responsabilidad. Disculpe, no podemos ayudarle.
-Oiga, pero son animales que vienen de la calle y lo está sufriendo todo un barrio.
-No. Lo siento. No podemos ayudarle.
Claro. Se me olvidaba aquella obsesión europea por los regionalismos. Lástima que los ratoncitos no porten sus respectivas banderas que los identifique como autonómicos, comunitarios o nacionales, así se podrían deslindar responsabilidades. Ya que no existe un check point para estos intrusos que acaban con el arroz, el queso y la bollería, me dirijo a otra instancia el Servicio de Higiene Pública y Zoonosis, donde me contesta una muchacha también muy amable que me suelta: "Mira, ahí en El Raval hay ratones porque la gente es sucia, la dejadez, el hacinamiento... tú sabes". Le explico que en esa dejadez participa el Ayuntamiento, que deja los contenedores cargados de basura en convivencia eterna con el transeúnte y que la limpieza de la calle -que sucede dos veces por día, derramando cantidades exorbitantes de agua- es para limpiar los desastres de los turistas, no del vecindario. Sin más, me dice que el Ayuntamiento no lo considera "plaga". Entonces salgo a la calle a consultar a diestro y siniestro, entro en una carnicería paquistaní y les pregunto si han visto por ahí algunos clientes de 12 centímetros de largo con cola. El hombre que trocea el cordero se queda pálido y se voltea a ver al otro, éste se voltea a ver a un tercero con cara de espanto como si les estuviera pidiendo su última declaración de impuestos o el DNI, y después de un silencio sepulcral contestan: "¡No!". Sigo preguntando y algunos vecinos de otras calles me dicen que "a veces ratones, a veces cucarachas", "o unos u otros, porque normalmente no habitan juntos", "serán las lluvias, en la playa hay hasta ratas en el mar". Mi cara de asco se acrecienta e involuntariamente veo con sospecha a esos restaurantes y cafés donde acostumbro comer que lucen impecables por fuera y me vuelven las imágenes del vídeo de Internet. Termino la encuesta en las ferreterías, donde confiesan el incremento de ventas de trampas y tratan de enjaretarle al cliente las de última generación.
No hay duda. Es una plaga y el barrio no tiene otra solución que afrontarlo en solitario. Comienzo a creer en ese rumor de que en algunas fincas antiguas ponen roedores y les dejan todo lo indeseable que pueden para que los inquilinos se muden y dejen campo libre a las inmobiliarias, otra plaga igual de corrosiva. Así que, compañeros vecinos, quizá entre tanto talento musical como hay en las calles de esta ciudad, la única solución sea encontrar al flautista de Ravalín que se los lleve, pero al edificio del Ayuntamiento donde despacha el señor Hereu para que vea lo que se siente.
Ilusos somos pensando que paralelamente a la retirada de los símbolos franquistas, nos iban a retirar a los roedores que afectan la memoria histérica. ¿Cuántos cayeron hoy? ¿Tres, cuatro? ¿Con qué los cazamos? ¿Emmental, Gruyère? ¡Qué horror! No sólo el temor a las enfermedades, sino el mal rato(n) que le hacen pasar a uno cuando vienen invitados de categoría, eso de servir muy finamente la comida con cubiertos de plata y exquisita vajilla de cerámica de autor, y al levantarse a la cocina para traer el tournedos Rossini, pegar un grito despavorido.
-¿Qué pasa, qué pasa?
-¡Creo que acabo de ver a un Ra...joy en la tele!
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