"La música debe entrar de puntillas en el cine"
Nicola Piovani (Roma, 1946) ha compuesto la banda sonora de las mejores películas del cine italiano reciente. Ha trabajado con Bellocchio, Fellini, Moretti, Monicelli, los Taviani, Benigni y autores extranjeros como Bigas Luna, y tiene un Oscar por la música de La vida es bella. Su obra se extiende al teatro, la música sacra y la dirección de orquesta. De ello habla en un café romano antes de inaugurar hoy el Festival de Otoño con la obra Concerto fotogramma.
Pregunta. Usted empezó a componer con ánimo revolucionario.
Respuesta. Mis primeras bandas sonoras fueron acompañamiento para unos informativos cinematográficos del movimiento estudiantil, en 1968. Estudiaba filosofía en Roma cuando llegó aquella gran ventolera de libertad. Hablábamos de Marx, Vietnam, la OTAN, por supuesto, pero el cambio profundo no era político, sino social. Vistos hoy, aquellos informativos resultan muy ingenuos.
P. Mayo del 68 trajo consigo libertad, pero también nuevos prejuicios.
R. Los principios de la música de vanguardia, en aquella época, eran en sí mismos un prejuicio que cerraba horizontes. Por fortuna tuve un maestro como Manos Hadjikakis
[compositor de Los chicos del Pireo], que me enseñó a liberarme de prejuicios. Mis maestros, desde él hasta Fellini, me enseñaron a mantener la libertad mental.
P. ¿Fue sencillo sustituir al compositor Nino Rota en el universo cinematográfico de Fellini?
R. Cuando Rota murió, su larguísima relación con Fellini aún estaba viva. Su última película juntos, Prueba de orquesta, era un espléndido ejemplo de compenetración entre música e imágenes. El sustituto de Rota debía, en cierta forma, proseguir con un trabajo ya iniciado. Habría sido un error introducir cambios.
P. ¿Cómo trabajaban?
R. Fellini hablaba mucho conmigo, de todo menos de música. No daba instrucciones, sino sugerencias. Para Ginger y Fred me dijo que la música tenía que ser como la linterna del acomodador, un punto de luz que te va guiando por dentro de la película.
P. Usted tendrá su propio método de trabajo.
R. Sí, claro. Sé que debo adaptarme al estilo poético de cada director, pero lo esencial, para mí, es el momento de la grabación. Yo grabo viendo la película terminada, una banda sonora debe ser como un traje a medida.
P. Concierto fotograma, que presenta en Madrid, explica su relación con el cine.
R. Es un espectáculo teatral que a través de la orquesta, el canto y algunas intervenciones habladas explica la música del cine, mientras se proyectan fotogramas de películas. Es como ver cine con un catalejo al revés, porque la orquesta está en primer plano. La música debe entrar de puntillas en el cine, la banda sonora ideal habría de ser imperceptible para el espectador. Tenemos conciencia de las imágenes y los diálogos, pero no de la música. Sin embargo, escuchamos cuatro notas y nos viene a la mente una película entera. Eso le sucede al público de Concerto fotogramma.
P. ¿Es distinta la música para teatro?
R. Mucho. En el teatro hay que mostrar la música. Todo tiene que ser obvio. El cine te introduce dentro de una fábula. Al teatro, en cambio, vas a que te la cuenten.
P. Cuénteme esa historia de que Piovani es, en realidad, un seudónimo de Morricone.
R. Basta, basta con esa historia. Surgió de un error de traducción. Morricone en una entrevista a una revista árabe se refirió a mí como alumno o heredero. Al traducir el término se convirtió en seudónimo y lo recogieron todas las enciclopedias estadounidenses. Tanto él como yo intentamos corregir sin éxito la confusión. Cuando recibí el Oscar aproveché para explicar que yo existía realmente.
P. Ha mantenido el compromiso político, representando La Piedad en Tel Aviv y Belén, o con un célebre concierto en Suráfrica.
R. No podemos cerrar los ojos ante una herida abierta como la de Oriente Próximo. Ya no se puede discutir la existencia de Israel. Ni se puede discutir la necesidad de un Estado palestino. Se lo digo sin ninguna simpatía por los Estados confesionales, sean cristianos, musulmanes o hebreos. En cuanto a Suráfrica, fui a Johanesburgo seis meses después de la caída del apartheid. Añadí a la orquesta sinfónica de Pretoria, totalmente aria, cuatro músicos negros de jazz. Y al final, cuando abracé a la cantante, de Soweto, del público surgió una especie de rugido atronador. Fue una emoción extraordinaria.

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