El último astillero artesanal
Una familia onubense construye desde hace más de medio siglo barcos de pesca en Marruecos
Saber cómo se construye un barco puede ser, además de una obsesión, un misterio. Y este misterio es el que resolvió en cuanto pudo el todavía adolescente Conrado Sousa (Isla Cristina, Huelva, 1925) cuando era ayudante en su pueblo de un portugués, constructor de barcazas. Una vez que asimiló enseñanzas y planos, Sousa, siempre autodidacta, emprendió la aventura que luego ha sido su vida. Durante el servicio militar en Sevilla se ocupó del mantenimiento de las barcas que había en el lago de la Plaza de España. Y en cuanto se licenció emigró a Larache (entonces tierra del Protectorado español de Marruecos) en busca de un empleo que tuviese que ver con los barcos. En 1950 montó su propio astillero.
Han pasado 57 años de aquello y el viejo Sousa sigue en la brecha. "Ahora es el profesor del astillero", dice Ricardo, el menor de los tres hijos que trabajan con él. Profesor, a pesar de que hace más de una década que perdió por completo el oído. Su sordera, sin embargo, no le impide explicarse. "Yo he dado trabajo y he ayudado a mucha, mucha, gente; he llegado a tener más de 300 empleados. Y en los mejores tiempos, además de esta empresa, tenía una flota de 10 barcos de pesca. En Marruecos creo que me aprecia; el ministro de la Marina ha venido a ver mi astillero tres veces", no para de contar.
Este octogenario entusiasta vigila cada detalle de cada barco que fabrica Pechnor, SARL -nombre comercial de la empresa-; mide; toma notas; diseña y realiza con sus propias manos las maquetas; él lo supervisa todo. "Un barco es, en cierto modo, como el cuerpo humano; cuanto más escrupuloso se es con él, mejor resultado da", explica el hijo menor. "Aquí seguimos haciéndolo todo a mano; sólo empleamos madera, nada de fibras", resume. Las mejores maderas. Troncos que llegan de Suráfrica en bloques de tres toneladas y que tardan hasta medio año en estar preparados. El badi para la quilla: dura, impermeable y muy rígida; y el iroko para el costado: muy resistente. Para el revestimiento interior emplean el cedro nacional. El barco acabado es tan perfecto que parece salido de un molde. "Aunque siempre pensamos más lo práctico que lo bonito", resume Ricardo.
Pechnor entrega los barcos completamente acabados. "Dispuestos para arrancar el motor y salir a pescar", dice Conrado hijo, encargado de supervisar la calidad. En el astillero siempre hay una media de 10 barcos empezados, aunque no acaban más de un par de ellos al año. Sus clientes son marroquíes; el Gobierno, para el que construyen prácticos -los barcos que guían la entrada y salida del puerto- y los armadores pesqueros. En Pechnor los barcos se hacen casi a la carta: según el tipo de pesca a la que serán destinados o dependiendo de la zona en la que van a navegar (la temperatura del agua, por ejemplo, afecta mucho a los barcos).
Un barco, de 25 metros de eslora, completamente acabado, puede llegar a pesar 150 toneladas y costar 600.000 euros. "Pero nuestros barcos-traíña, pareja, el palangre tienen muy buena fama, eh. Son muy marineros; muy estables; de esos que navegan a gusto de frente, aunque se ponga fea la mar", comenta, orgulloso, Ricardo. Y buenos que deben de ser porque el Gobierno japonés, cuando decidió regalarle un buque escuela de pesca al Gobierno marroquí, después de buscar por todo Marruecos, recurrió a Pechnor.
El astillero está ubicado en el Puerto de Larache, en la desembocadura del río Lucus. Ocupa una superficie de 6.400 metros cuadrados, de los que 2000 son de naves bajo las que pueden armarse hasta cuatro barcos a la vez. Pechnor con una plantilla de 50 empleados.
Amores de mar
Conrado Sousa es todavía el primero que llega al trabajo, el que dejó de coger vacaciones hace años "porque en ningún lugar se siente tan a gusto como en su astillero", comenta su hijo Ricardo, que recuerda cómo, de niños, él y sus hermanos venían con su padre a la empresa para "armar" cajas de sardinas que luego les pagaba a un dirham por caja (0,20 céntimos de euro). Pero la vida del viejo Sousa tiene también otros frentes, no sólo el del trabajo. Frentes como el del hombre generoso que compraba gafas por docenas y se las iba probando a los que padecían de la vista hasta que alguno exclamaba: "¡Con éstas veo bien!" "¡Pues quédate con ellas!" O el del enfermero cuidador de toda clase de tiñas y otras enfermedades de la piel para las que buscaba ungüentos y medicinas que luego repartía... Y el frente del amor, por supuesto, que ha lidiado siempre junto a Ana Bernal, natural de Barbate, 75 años, y aficionada a la copla. De hecho, Anita La Macarena, como se le conoce musicalmente, tiene grabado un CD, Las coplas de siempre, que sus hijos reparten orgullos. A Anita la conoció Conrado Sousa, como no podía ser de otro modo, una mañana de mayo de 1950 cuando se baja "mareada y deshecha" de una barquichuela con la va y viene con su padre, de Barbate a Larache, trayendo y llevando todo tipo de productos.
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