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Hegelen Zaragoza

Javier Cercas

La anécdota es celebérrima, pero no necesariamente real. El 14 de octubre de 1806, justo el día en que Hegel terminaba su Fenomenología del espíritu -un libro caótico que revolucionó para siempre la filosofía, construyendo un castillo tan invulnerable que sólo empezó a agrietarse cuando el bestia de Nietzsche se lió a martillazos con él-, Napoleón Bonaparte entraba triunfante en la ciudad de Jena, donde el filósofo llevaba cinco años consagrado con encarnizamiento prusiano a la tarea de perseguir las metamorfosis de la conciencia en busca del saber total, el alma verdadera del mundo, el espíritu absoluto. Según la leyenda, inmediatamente después de ponerle el punto final a su obra maestra, Hegel se levantó, abrió la ventana de su cuarto y vio a Napoleón paseando a lomos de un caballo victorioso su porte de guerrero imperial, y fue en aquel momento cuando pronunció unas palabras memorables y alborozadas: "He ahí la verdadera alma del mundo, la encarnación del espíritu absoluto". Esa misma noche, Hegel tuvo que salir por piernas de Jena, después de salvarse de milagro del pillaje vesánico a que fue sometida la ciudad por la soldadesca napoleónica. Sea o no apócrifa, la escena, que asombrosamente no fue llevada al cine e interpretada por Groucho Marx, ha provocado división de opiniones: según unos, se trata de la mejor dramatización posible de las relaciones que desde siempre han mantenido los intelectuales y el poder; según otros, se trata de una prueba inapelable de que Hegel abusaba del consumo de cerveza y de que Schopenhauer tenía razón cuando después de mucho pensar aseguró que Hegel no era más que un tremendo soplagaitas.

Si el verdadero soplagaitas era Schopenhauer y es cierto que todo lo real es racional, según sostenía Hegel, entonces sería posible explicar racionalmente un hecho ocurrido hace unos años en Zaragoza. Un novelista en horas bajas acudió una tarde a casa de Luis Alegre. Feroz amigo de sus amigos, Alegre decidió levantarle la moral al novelista deprimido poniéndole en la tele el vídeo de la final de la Recopa de Europa que en 1995 le ganó el Real Zaragoza al Arsenal, con un gol inconcebible de Nayim marcado en el último minuto de la prórroga y desde el centro del campo. El novelista recuperó el ánimo apenas iniciado el partido, y a la media hora ya estaba saltando encima del sofá al grito de "¡Zaragoza, campeón!" como si fuera un afrancesado de hace dos siglos celebrando la entrada en la ciudad de las tropas napoleónicas, pero cuando el partido se adentraba en el tiempo de descuento ocurrió lo increíble: el delegado de campo apareció en la banda con un letrero que anunciaba el número de un jugador que iba a ser sustituido; ese número era el de Nayim. Lo que vino a continuación fue aún más increíble: bruscamente pálido, sudoroso y energuménico, el novelista empezó a maldecir al entrenador del Zaragoza, implorándole a voz en grito que no sustituyera al autor inminente del gol de la victoria; bruscamente incrédulo, Alegre trató de tranquilizar a su amigo: aquello era un vídeo, Nayim no iba a ser sustituido, al final el sustituido sería otro, hacía años que la Recopa era suya. "¿Pero no te das cuenta, Luisito?", vociferó el novelista, descompuesto y casi sollozante, entre insulto e insulto al entrenador. "¡Es el número de Nayim: ese cabrito va a jodernos la final!". Por supuesto, el intérprete perfecto de esta escena rigurosamente real y rigurosamente irracional no es Groucho, sino Chico Marx, pero estoy seguro de que a Schopenhauer le habría gustado saber qué opinaba Hegel al respecto.

A veces, uno tiene la impresión de que en Zaragoza todo lo real es irracional; en consecuencia, a veces en Zaragoza lo real parece el inicio de una película. Hace años, un hombre a quien no conocía más que de nombre me invitó a dar una charla allí y me citó a una hora en el puente de Santiago. Llegué puntual, en mi coche, y al cabo de unos minutos, otro coche se detuvo frente a mí: sin bajarse, el conductor me pidió por gestos que lo siguiera; seguro de que se trataba de mi anfitrión, lo seguí, pero cuando ya estábamos en el centro de la ciudad, el hombre frenó de golpe, bajó del coche y caminó hasta el mío. "¿Es usted Mario Rota?", preguntó. Comprendiendo de golpe el malentendido, miré al hombre: no diré que tenía aspecto de granadero de la Grande Armée, pero la verdad es que parecía un mafioso de cuidado; por un momento pensé en contestar que sí; por un momento me vi envuelto en una aventura de identidades dobles, rubias platino, asesinos a sueldo y botines millonarios; por un momento me vi convertido en personaje de un filme de Hitchcock protagonizado por Harpo Marx. Por fin, como un cobarde, como un auténtico soplagaitas, contesté: "No". Conclusión evidente: si Hegel no hubiera vivido en Jena, sino en Zaragoza, no habría escrito La fenomenología del espíritu y no habrían existido ni el marxismo ni el socialismo -quizá ni siquiera Nietzsche-, los niños seguirían trabajando en las fábricas y todos habríamos tenido muchos menos problemas para aprobar en selectividad la asignatura de filosofía, pero Hegel se habría ahorrado un ridículo histórico, y Schopenhauer habría tenido mejor opinión de él.

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