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Columna
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Se busca culpable

No es sólo el desafío rupturista de Ibarretxe. Están apareciendo otros síntomas de desbordamiento del sistema por el lado nacionalista. ¿Qué clase de moderado es Artur Mas cuando dice que sin enfrentamiento con España "Catalunya habría desaparecido"? ¿Era posible para los socialistas navarros pactar con un partido, EA, cuya presidenta amenaza con recurrir a la "desobediencia civil" si no se acepta el referéndum ilegal de Ibarretxe? ¿Puede considerarse normal que un ex presidente socialista como Maragall defienda la celebración de un nuevo referéndum si el Tribunal Constitucional recorta en algún punto el nuevo Estatut (y que, en su estela, Carod Rovira, diga que en ese caso el referéndum debería ser de autodeterminación)?

Como suele ocurrir, la primera reacción ante esos desafíos ha sido la de buscar culpables. El PP lo tiene claro: lo ha sido Zapatero, con su política de concesiones a los nacionalistas. Es una respuesta simétrica a la de los socialistas cuando acusaban de la radicalización soberanista del cambio de siglo a la intransigencia de Aznar. De momento, la evidencia de que el efecto -la radicalización-, es idéntico cuando la política del Gobierno es receptiva a las demandas nacionalistas y cuando es de rechazo, quita la razón a ambos: ni puede culparse sin más a Aznar ni es posible echar toda la responsabilidad sobre Zapatero.

Tal vez, entonces, la radicalización obedezca a otras razones, propias de los nacionalistas. En El Estado autonómico (Alianza, 2003), Eliseo Aja, uno de los máximos especialistas en la cuestión, considera que esa radicalización fue una consecuencia paradójica de la culminación del proceso de transferencias: dejó a los nacionalistas sin apenas espacio para la reivindicación dentro del marco autonómico, lo que les hizo tantear la posibilidad de impugnar el marco mismo: desde una perspectiva independentista en Euskadi, para favorecer el frente soberanista de Lizarra; y desde la visión confederal de la Declaración de Barcelona, en Cataluña.

Según ese profesor, también los partidos estatales dudaron entre abordar una reforma en aquello que podría ser atendible (representación ante la UE y en organismos institucionales como el Tribunal Constitucional, atribución de todas las competencias de ejecución, etc.) o cerrarse en banda a cualquier reforma. Hasta poco antes, tanto el PP como el PSOE coincidían en la inoportunidad de abrir ese melón, pero desde la llegada de Zapatero a la dirección socialista hubo una mayor receptividad. Eso dio pie a la otra explicación en circulación sobre las causas de la radicalización: las limitaciones autonómicas introducidas por Aznar en su segundo mandato. Eliseo Aja afirma que, con los datos en la mano, no puede sostenerse esa explicación. Durante tal periodo culminaron transferencias esenciales, hubo acuerdo sobre el Cupo vasco y se siguió en términos generales el proceso de despliegue autonómico iniciado por Felipe González. Pero sí admite que hubo un cambio en el "tono de los discursos"y la utilización de los símbolos. Un factor que seguramente cargó de razones a los nacionalistas fue la postrera arrogancia de Aznar negándose a recibir en Moncloa a los presidentes autonómicos que no le gustaban.

Tal vez, sin embargo, exista otra forma de ver las cosas. Es muy conocido un texto de Tocqueville en el que, a propósito de la Revolución Francesa, sostenía que no fue tanto la ausencia de reformas como la insuficiencia de las mismas lo que, al frustrar las expectativas, había abierto paso a la revolución en lugar de impedirla. Tal vez la política intransigente (o percibida como tal) de Aznar creó las condiciones para que la transigencia de Zapatero -tanta que no pudo satisfacer las expectativas creadas- provocara esta radicalización. Zapatero, necesitado de aliados, eligó ese terreno a la hora de diferenciarse de su antecesor. Es posible que no midiera bien su entusiasmo, o que se le entendiera mal, pero lo cierto es que creó unas ilusiones superiores a lo que podía ceder. En Cataluña, sobre todo, lo que le obligó a una barroca rectificación pactada con Artur Mas que, sin embargo, se sintió más defraudado que nadie al ver que era otro quien se quedaba con el premio. Los efectos, a la vista están.

Pero si no es posible culpar de ellos sólo al PP o sólo al PSOE, ¿no deberían ambos partidos dejar de arrojarse las banderas y los sarcasmos a la cabeza y ponerse de acuerdo para hacer frente a los desafíos de Ibarretxe e imitadores?

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