Putin sigue
Putin sigue. A quienes albergaran dudas sobre sus intenciones políticas, una vez expirado a comienzos del año próximo su segundo mandato, el todopoderoso presidente ruso se las ha disipado. Será cabeza de lista en las elecciones parlamentarias de diciembre por el partido progubernamental Rusia Unida, y, tras su indiscutible victoria, presumiblemente primer ministro. Que ese cargo, al que acaba de promover a su confidente Víctor Zubkov, esté ahora casi vacío de contenido no tiene importancia. Putin lo irá llenando si es él quien lo ocupa. En cualquier caso, parece bien claro que la presidencia rusa será a partir de marzo un cascarón en espera de que el actual inquilino del Kremlin, al que la Constitución prohíbe un tercer mandato consecutivo, decida si vuelve a ocuparla.
Todos los planes de pizarra tienen un margen de impredecibilidad que puede dar al traste con algunas de sus previsiones. Aun asumiéndolo, el cautelosamente anunciado por Putin el lunes en el congreso de Rusia Unida -con un "es todavía demasiado pronto"- tiene todos los visos de ser ganador. El peso político del presidente ruso y su popularidad, rondando el 70%, garantizan que la engrasada maquinaria del partido del Kremlin arrollará en las elecciones a la Duma, que ya controla. Putin quiere retener tanto poder como pueda del conseguido durante ocho años, que la mayoría de los rusos identifica con un periodo de bonanza para sus bolsillos y de creciente influencia internacional. El líder ruso no oculta que su mayor empeño consiste en devolver a Moscú el poderío militar y económico perdido. La imponente caja que le procuran sus recursos energéticos permite al Kremlin distanciarse de Estados Unidos, lanzarse a la reconstrucción de su capacidad bélica y afirmar nítidamente su posición en el exterior.
Resulta evidente que el proyecto de Putin, que equivale de hecho a cambiar el sistema político sin cambiar -de momento- la Constitución, tiene poco o nada que ver con los comportamientos de los dirigentes democráticos y las reglas del juego al uso. Pero complace a la mayoría de sus conciudadanos y tampoco Rusia es una democracia, aunque pretenda manejarse con la fachada y los parámetros de los regímenes transparentes. A la postre, el autoritario jefe del Kremlin, elegido en 2000 y reelegido en 2004, ha dado abundantes pruebas en estos años de lo poco que le importan los métodos democráticos, o las libertades, si allanándolos consigue una mayor cuota de poder o silenciar a sus más recalcitrantes críticos o adversarios.
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