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Columna
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Sobre la ambición nacional

Josep Ramoneda

Una oyente llama a la SER para quejarse de los nacionalismos y despotricar sobre su carácter retrógrado. Carles Francino le pregunta: ¿Esto vale para el nacionalismo español también? No, responde la señora: "España es España, España es el mundo". Es el destino del nacionalismo: ver siempre la paja en el ojo ajeno, pero nunca la viga en el propio. "La patria es la patria. La patria es el mundo". Nos llega ahora una nueva ventolera que surge de una de estas manufacturas: el anuncio de Ibarretxe de convocar un referéndum, se supone que en relación con el derecho a decidir de los vascos, con fecha precisa pero con contenido totalmente incierto. Naturalmente, en España se ha producido una tempestad y en Cataluña amenaza lluvia.

Quedan tres opciones: el constitucionalismo con acento confederal, el confederalismo puro y duro y la independencia. ¿Cuál es la ambición del nacionalismo de CiU?

En medio de las turbulencias que generan los choques entre nacionalismos, hay que empezar recordando lo obvio: cualquier dirigente político tiene derecho a plantear un proyecto con la única condición de que respete los principios democráticos básicos. Por tanto, Ibarretxe tiene perfecto derecho a proponer una vía de cambio de las estructuras del Estado actual, siempre que su trazado respete las condiciones ambientales definidas por el marco jurídico y sus mecanismos evolutivos. Pero un político, además de ideas, ha de tener responsabilidad, especialmente, si está ocupando cargos institucionales. Y hay un principio no escrito de la responsabilidad democrática que dice que sólo se pueden emprender cambios de fondo, que modifiquen el modelo de Estado o de sociedad, a partir de amplias mayorías que garanticen los equilibrios sociales y que impidan que entre en funcionamiento la máquina de excluir. En su día, fue famoso un artículo del entonces secretario general del partido comunista italiano, Enrico Berlinguer, considerado el texto fundacional del llamado eurocomunismo, que criticaba la experiencia de la unidad popular de Salvador Allende por haber intentado transformaciones profundas de la sociedad a partir de mayorías exiguas.

Ibarretxe se lanza a la aventura, sin haber consultado a los demás partidos del espectro vasco, y sabiendo que para sacar adelante su propuesta en Euskadi -paso previo a trasladarla al Gobierno y al Parlamento español- tendrá que apoyarse inevitablemente en el voto abertzale de obediencia a ETA. Lanzar un órdago, en contra del ordenamiento jurídico, de modo unilateral, sin contar con una amplia mayoría de apoyo y sabiendo, como algunos dirigentes del PNV admiten ya, que no llegará a llevarse a cabo, es decir, que tendrá un destino parecido al del plan Ibarretxe, es por lo menos una frivolidad. Por mucho que Ibarretxe lo aliñe siempre con una retórica de apelación mística a las entrañas de un pueblo que, dice el lehendakari, sin rubor alguno, tiene 7.000 años.

En realidad, la apuesta de Ibarretxe tiene por encima de todo clave vasca. Busca despertar las fibras nacionalistas, hastiadas y adormecidas tras el fracaso del proceso del fin de la violencia, y resolver, con la huida hacia delante, una nueva crisis de las dos almas del PNV. Es un recurso conocido. Los nacionalismos cuando se sienten impotentes tratan de disimularlo alardeando de gran ambición. Es decir, de grandes palabras y pocas concreciones. Que Ibarretxe haya puesto fecha al desafío no añade nada a la táctica, salvo espectacularidad. Él sabe, como todos, que lo más probable es que el referéndum no se haga nunca. Es más, todo esto podría acabar con lo que Josu Jon Imaz, que optó por la retirada ante la incapacidad de frenar el órdago del lehendakari, pretendía en su estrategia moderada en lo táctico y modernizadora en lo estratégico: avanzar hacia un nuevo estatuto con amplio apoyo parlamentario, lo cual sería una confirmación de que no hay para tanto ruido como el que se ha desencadenado en buena parte de la prensa española.

La buena nueva del presidente Ibarretxe ha caído en Cataluña en la resaca de un debate de política general que si ha sorprendido por algo sería por su normalidad. El tripartito ha aprendido a aparentar cohesión por encima de sus naturales desavenencias. Artur Mas ha sorprendido al abandonar el papel de presidente alternativo que había ejercido siempre, desde que el tripartito llegó al poder, para presentarse como un bronco líder de la oposición. Y Daniel Sirera, el sustituto de Piqué, ha dejado claro que los discursos del PP catalán ya vuelven a escribirse en la calle de Génova de Madrid, como debe ser.

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Desde el tono gris y contenido que le caracteriza, el presidente Montilla definió los términos de su estrategia, lo que podríamos llamar un constitucionalismo con acento confederal. Para ello es, según Montilla, tan importante evitar los enfrentamientos innecesarios con España como defender los intereses de los ciudadanos de la nación catalana. Para CiU y para la opinión nacionalista este planteamiento demuestra falta de ambición, la regionalización de Cataluña, la reconversión al modelo pedigüeño del "Teruel también existe". Artur Mas afirmó: "el día que deje de existir el dilema entre Cataluña y España, Cataluña habrá desaparecido". Yo me atrevería a añadir, y España también. Porque Artur Mas no ha hecho más que describir uno de los elementos característicos de cualquier nacionalismo: la necesidad de definirse y buscar la cohesión colectiva contra el vecino.

Pero lo que me interesa, lo que me gustaría saber es cuál es la ambición que el nacionalismo catalán propone.

Durante muchos años, CiU practicó la conllevancia, con notable habilidad a juzgar por los resultados electorales acumulados. Ahora, hay coincidencia bastante general en que este modelo está agotado. Quedan entonces tres opciones: el constitucionalismo con acento confederal, el confederalismo puro y duro y la independencia. ¿Cuál es la ambición del nacionalismo de CiU? ¿Con cuál de estas tres opciones se queda? No se me ocurre otra cuarta. Ni la interpreto de las declaraciones de los dirigentes nacionalistas. Con lo que me temo que la cuarta o es el pesimismo -la regionalización de Cataluña es inevitable- o es pura retórica. Lo de siempre: estadistas de día y soberanistas de noche, para ir alimentando la fogata, conscientes de que no hay una mayoría social suficiente para cotas más ambiciosas. O sea, que tengo la impresión que la ambición nacional, para CiU, no es una cuestión de proyecto, es, simplemente, gobernar. Como si por el hecho de estar ellos en las instituciones, y no los demás, la ambición se diera por añadidura.

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