Ni dios, ni césar...
Ni dios, ni césar, ni tribunos... Así empieza La Internacional, aún mantenida como himno de referencia histórica por los socialistas, aunque poco utilizada, y curiosamente olvidada por los sucesores de los psuqueros. Como si el tiempo no hubiera pasado en la vida oficial, de los gobiernos, de los parlamentos y de la judicatura, aún predomina un espíritu predemocrático que comporta una sobreprotección de las instituciones del Estado y de las personas que las representan. Se establece así una casta privilegiada, que se sitúa por encima de los ciudadanos, lo cual es contrario a los principios más elementales de la democracia, el gobierno del pueblo. Un politólogo argentino, Guillermo O'Donnell, argumentaba en defensa democrática de sus conciudadanos que al comportamiento altanero de un personaje con poder que amenazaba con un "usted no sabe con quién está hablando" la respuesta más frecuente podía ser: "¡Y a mí qué me importa!". Afortunadamente, creo que en nuestro país este talante también está muy presente.
Pretender mantener los privilegios de instituciones y personas para situarlas por encima de la crítica y de los deberes de los otros ciudadanos es tan inaceptable como pasado de moda
Cuando la Fiscalía del Estado o la Judicatura persiguen a los autores de unos dibujos humorísticos porque afectan a la realeza, o a los que queman su efigie o una bandera, no solamente se arrogan la defensa de los privilegios de casta, sino que también cometen una solemne tontería. El juez que mandó retirar de circulación El Jueves, ¿tan ignorante era como para no saber que estaba propiciando una difusión mucho mayor de unos dibujos inocuos? Si centenares o miles de jóvenes, estimulados por la torpe represión, queman o se acusan de quemar más fotos y banderitas, ¿los detendrán a todos?
Estos comportamientos pueden disgustarnos, es decir, podemos considerarlos de mal gusto -personalmente, en muchos casos no los comparto-, pero perseguirlos es injusto, erróneo y ridículo. Es discutible que se les pueda aplicar la legislación vigente (si tenemos en cuenta los principios constitucionales y las declaraciones de derechos a las que España está adherida) y en todo caso las sanciones aplicables no serían birmanas, sino más propias de la Guardia Urbana. Políticamente esta represión es un error mayúsculo, pues se provoca un mal mucho mayor que el que se pretende penalizar y suprimir. La acción sancionadora posee un efecto multiplicador. Por excesiva, la persecución es insignificante y pone en evidencia a los sancionadores y enaltece por tanto a los infractores, que se convierten en unas víctimas simpáticas. El humor en la vida pública es un indicador de calidad de vida y su uso para criticar a los poderes existentes es una de las virtudes de la democracia.
Creo que no sería mucho pedir que los gobernantes y sus perros de presa renunciaran de una vez a privilegios de otra época. Si Monarquía hay, que sea ciudadana, y probablemente su mejor garantía de continuidad o de soportabilidad sería que el Rey y su familia fueran ciudadanos como los otros, que pagaran impuestos, compraran en el supermercado y pudieran ser objeto de crítica fuera de buen o de mal humor. No mitifiquemos las banderas, pues los elementos simbólicos son demasiado peligrosos para ponerles mecha y encenderlos. Ni la española, ni la catalana ni cualquier otra. Son un signo de identidad que no tiene por qué gustar a todo el mundo, representan una realidad política e histórica que puede ser criticada o rechazada. El mantenimiento de privilegios degrada la democracia y en nuestras sociedades laicas, tolerantes y ciudadanas hace que se pierda el respeto que se pretende proteger.
Este comportamiento de defensa hasta el absurdo de los privilegios de las cúpulas del poder político está muy extendido en todas las instituciones. Los jueces no permiten que se critiquen sus decisiones. Cualquier autoridad considera que las reglas de tráfico o de estacionamiento no valen para ella. Y es considerado normal en todos los niveles de la Administración no facilitar que se expresen opiniones que no gustan al gobernante de turno, como si el dinero público fuese propiedad de sus gestores. Cuántas veces he oído a cargos políticos o funcionarios expresiones del tipo "¿cómo vamos a subvencionar este acto que algunos aprovecharán para criticarnos?" o "no podemos permitir que en este evento intervenga este conferenciante que escribió aquel artículo que cuestionaba tal proyecto". Este privilegio, el considerarse depositarios exclusivos del bien colectivo y dueños de los medios públicos que están para servir a la colectividad, es seguramente el más extendido y supone una apropiación indebida. Es propio de la democracia y es deber de las instituciones servir o favorecer la expresión de todos y de todas las opiniones. Y la crítica a la acción pública es una condición para el progreso y la libertad de cualquier colectividad.
La letra de La Internacional en su época, con el lenguaje de entonces, expresaba una aspiración revolucionaria de las clases trabajadoras: ni dioses, poderes no humanos utilizados para oprimir; ni césares, caudillos que se situaban por encima de los pueblos para ejercer un poder sobre ellos, ni tribunos, denunciadores de los males sin nombrar a los responsables de éstos ni enfrentarse con ellos. Hoy este rechazo forma parte de nuestra cultura democrática. Pretender mantener los privilegios de instituciones y personas para situarlas por encima de la crítica y de los deberes de los otros ciudadanos es tan inaceptable como pasado de moda. Y los primeros que deberían saberlo y practicarlo son aquellos que están en las cimas de las instituciones.
Jordi Borja es profesor de la Universitat Oberta de Catalunya.
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