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La otra educación para la ciudadanía

El afloramiento del manantial de medidas sociales a que asistimos merece, desde luego, una tilde de electoralismo ramplón. Pone crudamente de manifiesto lo que, en paralelo con los denominados "fallos del mercado", se pueden calificar de "desastres de lo público". Es decir, la utilización de los recursos públicos por los políticos o burócratas en función del interés propio en la agenda política inmediata, para capturar los votos de determinados grupos de electores, sin analizar adecuadamente el efecto a largo plazo del gasto comprometido.

Financiar a los arrendatarios jóvenes es una medida de impacto sobre un yacimiento de votos movilizable (los del "no nos falles"), pero plantea dudas en cuanto a su equidad y su eficacia real. En un mercado de oferta muy estrecha, muy bien podría producirse el efecto contrario al buscado, el del aumento del precio de los alquileres por los propietarios que descuenten por anticipado el incentivo.

Cuanto más se extienden las prestaciones públicas, menos ciudadanía activa se genera
Habría que reflexionar sobre incentivos que no consistieran tanto en ayudas como en exigencias

Pero mi comentario no tiene por objetivo este aspecto coyuntural, sino que pretende más bien poner de relieve una cuestión más de fondo, la relación paradójica que existe entre bienestarismo y ciudadanía. Y me explico.

Es bastante claro que el concepto mismo de ciudadanía democrática exige que el poder público remueva, mediante las políticas adecuadas, los obstáculos materiales que impiden el ejercicio de una libertad igual por parte de todos. El Gobierno debe establecer las medias precisas para que los sectores más desfavorecidos de la sociedad puedan ver igualadas sus condiciones de partida con los individuos mejor dotados por la herencia, el azar o la biología. No se puede gozar de la libertad cuando no se dan las condiciones materiales para ejercerla, ni se puede ejercitar la ciudadanía por quienes sufren condiciones de dominación debido a factores socioeconómicos.

Por ello, las políticas de ampliación de prestaciones bienestaristas (yo no les llamaría "derechos" como tan pomposamente hacen nuestros próceres públicos sino, más sencillamente, "prestaciones") no merece en su orientación general sino un juicio positivo, por mucho que guardemos reservas sobre la intención que guía a los políticos al establecerlas en un determinado momento o en una determinada forma. El ejercicio real de la ciudadanía exige este tipo de apoyo.

Y, sin embargo, es también un dato bastante comprobado que cuanto más se extiende la protección pública de las necesidades materiales del ciudadano... menos ciudadanía activa se genera. Es la misma contradicción que señalaban los marxistas, desde una perspectiva distinta, al hablar del aburguesamiento de la clase obrera: cuanto más se luchaba y mayores cotas de derechos se conseguían, más la clase obrera adoptaba los esquemas burgueses y perdía su ímpetu revolucionario. Cuanto más se ganaba en la lucha reivindicativa, mayor era la derrota de la revolución.

En los parámetros democráticos actuales, el funcionamiento del mecanismo es igual de perverso: el habitante de nuestras sociedades adopta una postura muy concreta ante el cuerno de la abundancia del Estado del bienestar: la de cliente o consumidor, no la de ciudadano. Absorbe sediento cualesquiera mejoras, eleva su nivel de demanda al infinito y entra encantado en la puja que los políticos mantienen para contentarle. Critica sin cesar el mundo público, pero actúa muy poco para conformarlo de otra manera.

Se constata así que en las democracias bienestaristas el rol público del ciudadano se entrecruza con el rol privado del cliente de las burocracias del Estado de bienestar y produce la categoría paradójica del hombre privado socializado. El universalismo democrático se trastoca en un particularismo generalizado (Jurgen Habermas), un ambiente en que domina lo que se ha venido en caracterizar como "cinismo democrático".

¿Qué ha sucedido? Quizás que, guste o no a los modernos bardos de la virtud cívica o la ciudadanía republicana (y mira que han proliferado ultimamente), ésta conectaba estructuralmente con unas condiciones sociales muy concretas, precisamente aquéllas que se daban en los escenarios o momentos de la historia en que destelló (las polei griegas, las comunas italianas, los momentos revolucionarios): unas condiciones de austeridad, si no de pura y simple pobreza; unas sociedades enmarcadas en la sencillez de los placeres y en el limitado atractivo de la vida privada; unas épocas en las que estaba siempre presente el riesgo vital, de forma que el modelo de ciudadano fue siempre el que estaba dispuesto a tomar las armas para defender la ciudad.

En la república ideal, decía Rousseau, los ciudadanos no sólo no esperarían ningún beneficio material, sino que estarían dispuestos incluso a pagar para ejercer sus derechos. Y es que la riqueza, el lujo y la seguridad vital no eran ambientes adecuados para la virtud cívica, como observaron Montesquieu o Jefferson y como nos confirma nuestra propia experiencia, pues ¿dónde sino precisamente entre el riesgo y la incomodidad han surgido movimientos cívicos en la España actual?

Si de verdad se persigue la meta de una ciudadanía activa, quizás fuera oportuno empezar a reflexionar sobre incentivos que no consistieran tanto en ayudas como en exigencias, no tanto en facilidades como en dificultades. El ser humano no asocia el valor con la gratuidad sino con el esfuerzo. La Constitución apuntaba tímidamente a un posible "servicio civil" para fines de interés general ¿No sería su desarrollo e instauración la mejor "educación para la ciudadanía" posible?

José María Ruiz Soroa es abogado.

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