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Columna
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El país del señor Esteve

El síntoma más inequívoco de que un país no funciona, es cuando sólo sabe tejer telarañas retóricas donde, una y otra vez, quedan atrapadas las esperanzas y los problemas de las gentes. Expectativas fútiles, discursos irreales, tácticas recurrentes y una notable militancia en la política virtual, esta es la carta de presentación de una nación inmadura. O, peor aún, de una nación inconsciente. Ahora que se acerca nuestro 11-S, y el malabarismo dialéctico aumenta hasta cotas aborrecibles, el espectáculo se repite con la persistencia propia de las plagas bíblicas. Por una parte, los Sireras del planeta PP, en su afán de plantar la bandera de los Reyes Católicos en el corazón mismo de la Diada, auspiciados por ese ideario nacional-español que nunca ceja en su intento de situar la vieja Sepharad en pleno Concilio de Trento. Por otra, los líderes del catalanismo, cuya capacidad para monopolizar el discurso esencial es tan notable como su incapacidad para dar ideas de presente. Entre el populismo pijo español del peperismo catalán y el almogavarismo de fin de semana de la variopinta familia nacional catalana, nuestro 11-S empieza a ser una pesada carga. Sobre todo porque ni resulta ser el marco simbólico donde recordamos nuestros orígenes, ni la plataforma desde la cual nos proyectamos para el futuro. La Diada se ha convertido en una especie de ejercicios espirituales en los que unos recomponen su mala conciencia patria, otros sacan pecho recordando que son los guardianes del Grial Catalán, unos terceros colocan al flamenco por si acaso, y los últimos se hacen las víctimas de la maldad catalana, para que los aplaudan en las Copes del reino. La suma resulta ser una macedonia incomestible propia de Ferran Adrià y Carme Ruscalleda en su versión Polonia de TV-3. No hay quien lo digiera.

"Entre el populismo pijo español del peperismo catalán y el almogavarismo de fin de semana de la variopinta familia nacional catalana, nuestro 11-S empieza a ser una pesada carga"

Pero si sólo fuera una cuestión de calendario, un día kitsch que nos permitimos los catalanes para subir la autoestima y creernos como cualquier país normal, resultaría entrañable. Lo simbólico atañe a lo emotivo, y Cataluña no va sobrada de emoción colectiva. Sin embargo, la Diada es la punta de inflexión de una realidad político-social que alegremente ha iniciado su caída libre hacia el vacío. Y que, lejos de reflexionar sobre ello, parece encantada. Para muestra, los botones de este verano azul, cuyas plagas de Egipto nos han dejado al país hecho un trapo, a los ciudadanos con un cabreo monumental, y a nuestros políticos refundando casas y anunciando fechas de referendos. En el entreacto, se han paseado por Cataluña un tal Pizarro, que se ha reído en nuestras barbas, y un tal Morlán, vestido de Sherlock Holmes, enviado por la ministra para ver si era cierto que los trenes no llegaban. Es tal la sensación de país de pandereta, que sólo faltaban los ilustres miembros de la sociedad civil catalana, alcalde incluido, tomando el puente aéreo para comer con la ministra, dejarse cepillar el esqueleto y volver a casa pagando la bebida, como todo cornudo que se precie. Me ha gustado especialmente Jordi Hereu asegurándole a Josep Cuní que la ministra nos ama, que todo será distinto a partir de ahora, que habrá un "giro estratégico", que... Es decir, ya no tenemos un político en la alcaldía de Barcelona. Ahora tenemos un creyente. Lejos de volver con fechas, compromisos, presupuestos y proyectos tangibles, la delegación ha vuelto con un acto de fe, y todos contentos. Como dijo aquel, el problema de Cataluña no es que Madrid no nos entienda, es que nos entiende tanto que nos ha tomado la medida del traje desde hace décadas.

Y así estamos. En este país que ha llegado a una situación de seria degradación infraestructural y energética, que ha cambiado su piel demográfica a velocidad de crucero, que ha perdido capacidad de influencia económica y ha devaluado su prestigio cultural, las ideas de cambio de los líderes son tan nuevas, que Antonio Machín ya las cantaba cuando tenía maracas. Por un lado, Josep Lluís Carod Rovira y su bola prestada por Aramís Fuster, donde precisa con exactitud el año de la liberación nacional. No hay como ganar tiempo para mantenerse en el candelero... Por otro lado, el bueno de Artur Mas refundando la casa que refundó Jordi Pujol, que habían refundado la Esquerra y la Lliga republicanas, que renfundó Acció Catalana, que había refundado las Bases de Manresa y que, si me apuran, refundó Jaume I cuando fundó el país. Más que una nación, Cataluña debe ser una centrifugadora. Y, entre los dos, un Montilla encantado de ser el rey cordobés de los catalanes, sin otra estrategia política que garantizar la reelección de ZP, porque ya se sabe que Cataluña va mejor cuando le toman el pelo los amigos. Todo ello enmarcado en la susodicha sociedad civil, cuya presencia pública es como el Santo Espíritu: los hay que aseguran que existe.

Perdonen, pero ánimos para pasearme por las calles patrias, con bandera incorporada y grito en alto, muchos no tengo. Creo que estamos viviendo un momento de profunda crisis estructural, y la mediocridad flagrante de nuestros líderes sólo aumenta el serio desconcierto. Lo que nos pasa es culpa de los malos de siempre, sin duda. Pero a estas alturas del cuento, ¿no sería hora de conocer, también, las miserias propias? ¿O es que España es una magnífica coartada para no reconocer nuestra profunda, endémica y pavorosa mediocridad? En fin. Feliz Diada.

www.pilarrahola.com

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