Espejos y espejismos
En el espejo del retrovisor se va borrando agosto igual que un espejismo, como todos los años. Hace tiempo que agosto dejó, como en el poema de Gerardo Diego, de ser augusto y lento. Ya no es ni lo uno ni lo otro. Ahora agosto es veloz y desastrado. Pasa como un fantasma. Y, sin embargo, su reflejo en los medios de comunicación (nuestro retrovisor más socorrido y nuestro espejo de todos los días) no es nada fantasmal. Durante el mes de agosto todo ha sido, si cabe, algo más cutre. Nos lo dicen las fotos que no necesitamos revelar. Nos lo dicen la radio y la televisión y las revistas de papel cuché. Nos lo dice el espejo que no miente. Nunca miente el espejo a lo largo del camino, así lo cargue Stendhal o un periodista chungo de la telebasura. El espejo no tiene la culpa, no se corrompe solo. Lo decía Millás el otro día: también somos responsables de lo que vemos. Somos nuestro reflejo y lo que reflejamos.
Se va agosto y regresan los grandes espectáculos. Regresan la política y el fútbol. Los héroes clásicos reflejados en los espejos cóncavos dan el esperpento, decía Max Estrella. Ahora dan futbolistas millonarios y políticos pobres de solemnidad (a tenor de sus cuentas corrientes declaradas y sus ralos currículos). Hace unos cuantos años, unos hinchas de fútbol se cargaron los espejos cóncavos del callejón del Gato. Los hinchas siempre salen, como algunos políticos, hinchados. El esperpento, que es lo desmedido, el hinchamiento o la inflación de una parte que aspira a ser el todo, se celebra en los campos de fútbol, lo único que al parecer nos unifica en un mismo destino universal. Las cifras que se mueven en el deporte rey y sus proximidades son un puro esperpento, lo mismo que el papel y los minutos (que son horas y días y meses) dedicados al tema del balón sobre el césped.
Los hinchas se cargaron los espejos del callejón del Gato, pero no consiguieron cargarse el esperpento. Edgar Neville, en La torre de los siete jorobados, nos presenta un invento genial. Se trata de un espejo deformante que endereza la realidad torcida. El jefe de los malos, siniestro regidor de una ciudad subterránea en el Madrid castizo de finales del siglo XIX, consigue que el espejo le devuelva una imagen esbelta de sí mismo. Es pura matemática. Se mira en el espejo y, como por ensalmo, su silueta deja de ser un remordimiento. A veces los políticos me recuerdan al jorobado de la película de Edgar Neville. Hacen lo mismo con la realidad: cuando se tuerce, ellos se las apañan con datos y estadísticas que emplean como espejos deformantes que eliminan jorobas y taras. De la misma manera, cuando la realidad se muestra armónica ellos consiguen presentarla torcida. La realidad no debe nunca estropear el discurso de un político. Los espejos cóncavos y convexos sirven de gran ayuda en la política. Finalmente, la norma es lo deforme. La rectitud no vale, eso parece. ¿Quién endereza esto? Ya no necesitamos los espejos del callejón del Gato. Habitamos en un espejismo.
Pero los espejismos pueden ser peligrosos. La identidad, además de un azar (pongan frente al espejo la palabra azar y verán lo que sale) es también peligrosa como los espejismos. La identidad se rompe en mil pedazos. Esos cristales que todavía barren en Durango son los fragmentos de un espejo roto. Espejos deformantes y realidad torcida. La realidad derecha, según Joseba Azkarraga, es el vigente tripartito vasco. La realidad torcida, según el mismo, sería claramente transversal, es decir, con socialistas y nacionalistas. No se puede avanzar, ha dicho el consejero de Justicia, "por vías ficticias de transversalidad". No sabemos con qué espejo quedarnos o si cargarnos todos los espejos lo mismo que los hinchas del callejón del Gato. Sin embargo, parece que hacer añicos un espejo no sirve para mucho, salvo para quizás traernos mala suerte. Además, cuando el espejo es solo un espejismo, ¿cómo acabar con él? ¿Cómo romperlo para siempre jamás? Ahora sabemos que la beata Teresa de Calcuta pensó en algún momento que su fe podía ser un espejismo: "Miro y no veo. Escucho y no oigo". Un espejo que no refleja nada, solo el sordo silencio de un Dios ciego. El tema es grave, mucho más que un partido de fútbol en el que ni siquiera juega Maradona. Los futbolistas creen en el dinero. Quién sabe en lo que creen los políticos cada vez que se miran al espejo.
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