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Aste Nagusia
Columna
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Lo mejor está por venir

Aquí siempre nos queda un artículo de fiestas de tono epilogal, que nace desvalido, desamparado, casi agónico, sin fuerzas para otra cosa que no sea lamentar el cambio de tercio y la inminente llegada de septiembre. Porque está al caer septiembre, con su carga de realismo sucio, un mes dispuesto a borrar de nuestra conciencia esa pátina de irrealidad festiva que impuso hace más de una semana la Aste Nagusia.

Septiembre es el mes más pesimista del calendario, una especie de bofetada mental que nos sitúa en las servidumbres de la vida cotidiana, en los grilletes del calendario anual. No hay ningún mes como septiembre para depreciar las esperanzas y ponerlas en su lugar, ese lugar modesto que merecen las esperanzas, y que tanto más modesto resulta cuanto más descabelladas sean aquellas. A partir de hoy, agosto boquea como pez fuera del agua y este agosto de 2007 quizás con mayor melancolía que otros años: al fin y al cabo, la obstinación con que la lluvia nos visita ha condicionado seriamente algunas actividades. Porque si ha habido en la Aste Nagusia de 2007 un invitado inesperado ese ha sido la lluvia. El agua ha tomado un innecesario del protagonismo a lo largo de las fiestas y oscurecido muchos de sus días.

La milagrosa resurrección que experimentó Bilbao no ha extinguido aún su vigoroso impulso fundacional

Pero el artículo avanza hacia el cierre de esta sección, y avanza unas horas después de que las fiestas, en efecto, hayan cerrado. Supone prolongar la memoria del festejo y ello despierta la melancolía colectiva. Al final, a medida que los años van pasando, y a medida que lo hacen también los hitos anuales, la memoria lo va confundiendo todo. ¿Cómo no sentir una enorme compasión por los mayores? A uno se le confunden en el caletre las distintas aste nagusiak que ha ido experimentando. Desde las más movidas (aquellas lejanas, tan lejanas) hasta otras más serenas (y más dispendiosas en lo económico) y algunas otras frías, desafectas, que uno ha observado desde lejos, como un displicente robinsón.

Pasa el tiempo y en la memoria se superponen los cenorrios, los baretos, algunas corrida taurinas y algunas investigaciones antropológicas por los recodos más pintorescos de la fiesta. El cronista reconoce que no ha estado en todos los ajos, pero sí que ha husmeado, con fervor, en casi todos. Son muchos años de bilbainía (condición identitaria) y de bilbaínismo (profesión de fe) como para saber cumplidamente de qué estamos hablando.

Presiento, de todos modos, que la milagrosa resurrección que experimentó Bilbao al filo del cambio de siglo no ha extinguido aún su vigoroso impulso fundacional. Algo de eso se detecta en las últimas ediciones de la Aste Nagusia. Así, la fiesta no decae sino que parece que se revitaliza año tras año; al mismo tiempo, crece el número de visitantes o crece al menos el número de lenguas y costumbres que buscan su espacio en las calles. En Bilbao se está gestando cierta vocación de epicentro, de benéfico epicentro de algo que aún está por remover la tierra. Quizás sea esta una visión optimista de la villa, pero el optimismo con relación a sí mismo es una de las características fundamentales de Bilbao, al que tantas veces se lo ha dado por muerto (a mí se me ocurren al menos dos o tres momentos en su historia) pero que siempre ha sabido dar un paso adelante, reinventarse a sí mismo y marcarse un nuevo objetivo por el que luchar.

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Uno se confiesa pesimista por naturaleza (¿Qué cosa que vaya medianamente mal no puede precipitarse a la catástrofe?) pero uno confiesa al mismo tiempo una importante salvedad a esa inclinación de su talante: la suerte de Bilbao ante la historia. No sé si unos u otros seremos partícipes del feliz acontecimiento, pero con relación a Bilbao no tengo la menor duda ni la menor vacilación. En serio, háganme caso: lo mejor aún está por venir.

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