Voces en el légamo
Cuando William Faulkner era ya una gran figura y John Kennedy coleccionaba esta clase de piezas con que adornar algunas de sus cenas privadas, el escritor recibió una invitación del presidente para una de ellas en la Casa Blanca. Por su mesa habían pasado ya los grandes Norman Mailer, Saul Bellow, Arthur Miller y los Sinatras de costumbre. Incluso Pau Casals había ilustrado con el violonchelo algunos de los postres más exquisitos. Faulkner le contestó a vuelta de correo:
Unas veces decía que era heredero de un terrateniente y otras que era hijo de una negra y de un cocodrilo
-Señor presidente: yo no soy más que un granjero y no tengo ropa apropiada para ese evento. Ahora bien, si usted tiene algún interés en cenar conmigo, con mucho gusto le invito a mi casa de Rowan Oak, en Oxford, Misisipi.
El orgullo y la cortesía, implícitas en semejante respuesta, definen a este caballero del Sur, al que sólo le faltó para redondear su vida morir ebrio de una caída de caballo, un alarde que Faulkner estuvo a punto de conseguir. Era un tipo raro. De sí mismo, unas veces decía que era heredero de un terrateniente del condado y otras que era hijo de una negra y de un cocodrilo. Ambos sueños eran de grandeza.
De joven había empezado por mal camino. "Ese pobre chico de los Faulkner, al que han echado del puesto de Correos por leer las cartas", decían los vecinos de Oxford al ver que desde muy temprano había comenzado a rehogar en alcohol sus oficios inestables, cartero, pintor de brocha gorda, dependiente de librería o incluso portero de prostíbulo. Pequeño, callado, educado y de carácter revirado, con rostro de ave, labio fino y buena nariz, que subrayó luego con el famoso mostacho, ésta es la estampa de este genio. De su primera juventud hay dos fotografías: una vestido de piloto de la Royal Flying Corp y otra con barba bohemia en París, las dos con pipa.
No pudo cumplir ninguno de estos dos deseos. Quiso ser piloto militar, pero al principio fue rechazado por corto de talla y cuando por fin lo admitieron en la RAF de Canadá, la Gran Guerra había terminado. Tampoco en el París de los años veinte logró participar en la camarilla literaria de Gertrude Stein, ni entró en el círculo de Silvia Beach, la librera de Shakespeare & Company, que prestaba libros, dinero y bocadillos a Hemingway, a Scott Fitzgerald, a Ezra Pound y a James Joyce. Tal vez se había cruzado con ellos en el bulevar Saint Michel sin ser reconocido. Aunque no estaba en la nómina de la "generación perdida", sino en la del propio extravío, no obstante, fue el único que olió la vanguardia de París y se la llevó al Misisipi. La forma cubista de quebrar la materia en varios planos, Faulkner la aplicó después a la literatura al descomponer la realidad en múltiples voces simultáneas.
En Nueva Orleans, donde había ensayado otro conato de vida bohemia, tuvo más suerte. Allí conoció a la esposa del escritor Sherwood Anderson, quien al conocer sus veleidades literarias, exclamó: "Le recomendaré a un editor a cambio de que no me haga leer ninguno de sus manuscritos". Después de un libro de poemas vulgar, publicó la primera novela, La paga de los soldados, y así empezó su ego a desarrollar la espiral según el diseño que se había trazado.
En 1930 compró por 6.000 dólares, pagaderos a plazos, el devastado caserón de Rowan Oak, sin agua ni luz. Esta posesión se correspondía a su ambición de ser un caballero con olor a establo, puesto que una de sus locuras fue añadir tierras y relinchos de caballos alrededor, un lujo que no podía costear. La reconstrucción de esta mansión la acomodó Faulkner a la evolución de su literatura, como una metáfora de construir una gran obra. Antes que nada colgó sobre la chimenea el retrato de su abuelo, el coronel William Clark Faulkner, propietario del ferrocarril y banquero, escritor de una novela romántica de éxito. Vivir como él a lo grande despreciando el dinero y al mismo tiempo haciendo todo lo posible por obtenerlo, fue su designio y su condena. Este antepasado le sirvió de modelo para el personaje del coronel John Sartoris, protagonista de la novela Banderas sobre el polvo, la primera que sucede en el condado imaginario de Yoknapatawpha, un territorio grande como un sello de correos. A todo esto su mujer Estelle Oldham, de familia aristócrata sureña también arruinada, ya se movía por el salón destartalado de esta mansión de antiguos algodoneros, el ama negra gobernaba la cocina, los blancos ricos estaban en la colina, los negros en las cabañas, los caimanes en los pantanos, mientras el río Misisipi, el desagüe de toda Norteamérica, fluía lleno de putrefactos remolinos en la desembocadura que expandían un aliento de cieno en el aire.
Si Faulkner fue un poeta de versos fracasados, nada puede entenderse de su prosa dura sin la profunda penetración poética de sus imágenes. Todos sus principales relatos parten de una visión alucinada. Puede ser la de unos niños encaramados en un árbol que contemplan el entierro de la abuela, con la niña que enseña las bragas sucias de barro o la de una muchacha violada por un impotente con una tuza de mazorca o la de una mujer embarazada que camina descalza por una carretera perdida. A partir de una imagen empieza a crecer el árbol cuyo tronco robusto no tiene ramas que se extiendan en el aire, sino sólo raíces que se sumergen en el pantano donde las pasiones humanas comparten el mismo légamo de los caimanes. En El ruido y la furia, el monólogo que rumia el idiota Benjy se cruza con otras historias como se entreveran las corrientes en los meandros del Misisipi, múltiples voces sumergidas y superpuestas en el limo podrido, imágenes que se liberan en el espacio asfixiante del Sur, una literatura difícil de digerir, defendida por Faulkner desde el bastión de su propio orgullo contra los editores.
Todo su drama era que tenía que pagar su mansión, a la que iba añadiendo salas, cobertizos y pabellones, a medida que acarreaba dinero procedente de su trabajo mercenario en Hollywood, al que en casos de apuro acudía como a una mina de sal. Allí permanecía estabulado una temporada en compañía de otros escritores a sueldo, como Scott Fitzgerald, quien ya con la batería agotada tenía el suelo de su tabuco lleno de coca-colas vacías tratando de salir del alcohol. Faulkner participó en la adaptación al cine de la novela de Hemingway Tener o no tener y cuando le presentaron a su director Howard Hawks, antes de darle la mano, le dijo: "Sé perfectamente quién es usted. He leído su nombre escrito en un cheque". Le estaba agradecido. Gracias a ese cheque en Rowan Oak había comenzado a salir agua corriente de los grifos.
Faulkner no consiguió ser piloto militar, pero le regaló una avioneta a su hermano Dean, quien apenas aprendió a volar se mató con ella. También murió su hija Alabama al poco de nacer y ese día fue el único que no se emborrachó. Este caballero del Sur tenía el alma dividida entre el puritanismo y el délirium trémens: veía ratas por las paredes junto con las pasiones brutales, poéticas, misteriosas de un mundo fenecido. Puede que Faulkner no tuviera un traje adecuado para asistir a una cena en la Casa Blanca, pero lo cierto es que ningún caballero cena en la intimidad con alguien a quien no conoce. Murió de un ataque al corazón el 6 de julio de 1962. Muy ebrio, dos días antes se había caído del caballo.
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