Fiscalidad contra el cambio climático
El Panel Intergubernamental contra el Cambio Climático (IPCC) nos informa que la utilización de combustibles fósiles como principal alternativa a una creciente demanda de energía, nos está llevando a un escenario de calentamiento global que tendrá graves consecuencias para la vida en el planeta. Pero hasta que la ciudadanía no sea suficientemente consciente de los riesgos reales que enfrentamos, será difícil que la clase política ponga en marcha iniciativas singulares para el control de las emisiones de gases de efecto invernadero que tendrán que pasar inevitablemente por nuevas formas de utilizar la energía y de desplazarnos. El cambio climático nos plantea un dilema ético que nos fuerza a elegir entre nuestro nivel de bienestar y el de las generaciones futuras y falta todavía un largo camino por recorrer para que nuestro mundo "civilizado" y global, acepte con espíritu solidario este grandísimo reto.
Si el carbono es el causante del cambio climático pongamos un impuesto que grave sus emisiones
En nuestro sistema de mercado, las empresas, las personas, las instituciones; la totalidad de los agentes toman sus decisiones en base a los precios, pero tanto la teoría económica, como la práctica nos deja patente que el sistema no funciona adecuadamente (no asigna los recursos eficientemente) cuando existen fenómenos como el cambio climático. Cuando usamos nuestro vehículo pagamos el precio de la gasolina y en ese precio está incluido el coste de extracción del petróleo, su refino y la distribución, pero no nuestra contribución al cambio climático. La pretendida excusa de los elevados impuestos de los combustibles no es válida ya que éstos escasamente cubren los costes directos del uso del vehículo (construcción y mantenimiento de infraestructuras y control del tráfico) y dejan fuera, por supuesto el coste del cambio climático causado, pero también los costes de la accidentalidad y la congestión así como la creciente inseguridad internacional y el creciente impacto en la salud.
Y esto no sólo pasa con el transporte, si no con la práctica totalidad de las actividades (industriales, de servicios y de ocio) que utilizan energía y emiten gases de efecto invernadero. La consecuencia global es que nuestro consumo energético está sobredimensionado porque los usuarios no pagamos lo que cuesta realmente. Eso sí, lo pagamos entre todos en una factura más abultada de servicios sanitarios, de seguridad, en pérdidas de tiempo de todos los ciudadanos... y lo pagará, por supuesto, el propio planeta y las generaciones futuras con una disminución palpable de su nivel de vida.
Una respuesta que la ciencia económica nos aporta a este problema son los impuestos Pigouvianos que en el caso que nos preocupa se articularían mediante un impuesto al carbono. La lógica es aplastante: el carbono es el causante del cambio climático pongamos un impuesto que grave sus emisiones para que de este modo disminuyan las emisiones.
La gestión de tal impuesto no sería muy compleja si su gravamen se hace aguas arriba del sistema productivo. Esto es gravando las importaciones o el refino de petróleo, la extracción o la importación de carbón, la extracción o importación de gas, etc. y dejando que el propio mercado asigne precios aguas abajo, hasta llegar a los consumidores finales.
Las ventajas de tal impuesto serían palpables. Por un lado permitirían corregir el complejo sistema actual de impuestos e incentivos a la generación eléctrica, dejándolo en un sistema mucho más racional que cobre a los que realmente generan las externalidades (cobre más a los más intensivos en emisiones de carbono) y no como en la actualidad que son los más limpios en términos ambientales los que reciben una prima (prima de renovables), mandando el mensaje erróneo e incorrecto a la sociedad de que éste tipo de energía tienen un coste económico, que pagamos entre todos, cuando se trata de justamente todo lo contrario. Más aún un sistema de este tipo, permitiría modular de un modo claro y transparente la política de cambio climático, mediante la regulación de un determinado tipo impositivo para dicho impuestos. Algunos autores como Metcalf o Hassett postulan un impuesto para la economía americana de entre 12 y 15 dólares por tonelada de dióxido de carbono, pero otras fuentes como el informe Stern quintuplican estos valores para adecuar el coste social y ambiental real de las emisiones de gases de efecto invernadero.
En segundo lugar, un impuesto de carbono supondría un ingreso adicional para las arcas públicas que se emplearía para disminuir otras figuras impositivas y corregir el posible impacto regresivo que una figura de este tipo podría tener. De este modo, el cambio impositivo sería neutral (no supondría ingresos adicionales para las arcas públicas) y disminuiría en la lógica del doble dividendo, los posibles impactos en el sistema económico de la introducción del impuesto; de este modo el sistema en su conjunto sería más eficiente no sólo por tener en cuenta los costes marginales sociales del carbono, sino por la disminución de otros impuestos distorsionadores en la economía. La posible deslocalizacion de las actividades productivas, argumentada por los contrarios a cualquier medida de control ambiental sería mucho menor si se consiguiesen acuerdos internacionales que marcasen directrices en esta dirección.
En tercer lugar, este impuesto tendría un claro efecto motivador para la incorporación de mejoras tecnologías como el secuestro de carbono y otras que podrían hacer viable la utilización del carbón -sector más directamente perjudicado por esta política- sin comprometer el medio ambiente. Pero además, estás mejoras tecnológicas se extenderán, sin ninguna duda al conjunto de la economía en base a la capacidad de adaptación de las empresas a sistemas menos intensivos en combustibles fósiles facilitando la creación, mediante la innovación tecnológica, de una economía baja en carbono (menos emisiones de CO2 por unidad de PIB)
Iniciativas de este calado deben, lógicamente, ser estudiadas con sumo cuidado desde el punto de vista analítico, desbrozando sus impactos a corto, medio y largo plazo en el conjunto de agentes para valorar su efectividad real y calibrar su alcance. En la medida que nuestra sociedad tenga más conciencia del problema, más dispuesta estará a incorporar a su batería de herramientas de actuación este tipo de instrumentos que, pueden ser costosos en el corto plazo, pero serán los que sin ninguna duda los que marquen la diferencia en nuestra lucha contra el cambio climático.
Iñaki Barredo es economista y socio de Naider (www.naider.com)
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