El barquito de los siete sueños
Este barquito que surca las tranquilas aguas del puerto de Barcelona va cargado de domingueros y turistas con el "ooooh" puesto en la boca, pero en verdad es un barco de reyes, los únicos reyes del mundo que no han perdido su trono en una revolución. Cada 5 de enero por la noche los Magos se visten de almirante y descubren un universo de niños también con el "ooooh" en la boca. A su encuentro sale el señor alcalde, que les recibe con los brazos abiertos y encima no les cobra ningún impuesto.
El barquito -o mejor sus antecesores, las viejas golondrinas que llegaban hasta el Rompeolas con un motor que hacia tac, tac, tac- fue también navío de guerra de altos vuelos, digno de haber desembarcado en Iwo Jima. No en vano desembarcó en 1900 a los últimos soldados llegados de Filipinas, unos soldados muy flacos que habían dejado atrás un imperio, una bandera a la que habían jurado algo. No les acompañaba ninguna canción.
A los niños de barrio -sin más perspectiva que una ventana sobre un tendedero- las golondrinas les daban la bienvenida y les regalaban la luz
Pero las golondrinas -creadas en 1888, con motivo de la Exposición Universal- tienen una historia sentimental mucho más importante: durante más de 100 años han sido la alegría dominguera de los niños de barrio que soñaban llamarse Cristóbal Colón, sus padres que les llevaban audazmente a descubrir el Rompeolas y las mamás que habían fabricado para ellos una tortilla de patatas. En el faro del Rompeolas sabías que no iban a encontrar indios, pero sí vendedores de cañas de pescar cangrejos; es decir, animales ultramarinos y exóticos. A los niños de barrio -sin más perspectiva que una ventana sobre un tendedero- las golondrinas les daban la bienvenida y les regalaban la luz.
Tan audaces barquitos, hoy renovados y hasta con aspecto de yate de Onassis, merecerían la Cruz del Mérito Naval, porque antaño pagaron su tributo de sangre. En 1922 hubo un choque y se ahogaron 22 personas que no sabían nadar y no llegaron a la Tierra Prometida. Un único consuelo para los poetas: pudieron soñar que estaban viajando en el Titanic, pero ya se sabe que los poetas se equivocan. Nunca salieron en una película.
El ciclista que tan apaciblemente lee el periódico sobre la pasarela que lleva al Maremàgnum es, a lo mejor, un superviviente del Tour de Francia, o le gustaría serlo. A su espalda tiene Montjuïc, el viejo cerrojo de la ciudad levantisca y hoy -como siempre- refugio de las ilusiones baratas: el paseo al sol, el beso clandestino y la familia con bocata. La familia que come unida permanece unida. También hay una espectacular subida en bicicleta al castillo, que deja a los votantes sin aliento: quién sabe si nuestro ciclista se dopa con un par de carajillos y se anima.
Lo que de momento hace es no fijarse en el inmediato monumento a Colón. Elevado por Gaietà Buïgas en 1886 -en la época de las grandes construcciones en hierro, cuyo último testimonio sería la estación de Francia-, el monumento a Colón, que es un tributo a la gloria, pudo ser un tributo a la muerte. Desde sus alturas, unos anarquistas quisieron lanzar un explosivo contra el coche de Franco, pero se abstuvieron al ver que había niños cerca. Y Santiago Salvador, quien había lanzado las bombas del Liceo en 1893, quiso lanzar otra sobre el entierro de sus víctimas. Pero ya no tenía más explosivos. Luego confesó: "Lástima".
Muy cerca de allí, en el Moll de la Fusta, cargaba madera el dulce poeta Joan Salvat-Papasseit. Pero aunque en las golondrinas no se acuerden de él, su espíritu sigue en el puerto y los domingos deja que sus versos recorran el aire.
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