Un niño desentraña
Esta foto documenta un cuento de terror, una pesadilla. Se mueve por los intersticios del miedo y de la alegría, da susto y confianza. ¿Quién dijo que los héroes ya no son posibles? Aquí tenemos a uno, un héroe intrépido, como debe ser. Es un niño que ha cruzado las barreras del monstruo y ahí está, dentro de él, para desentrañarlo.
No deja de ser curioso que un mal sueño se deje documentar por las buenas. Es el manto ambiguo de lo artístico. Más frecuente es que lo feroz adopte formas grotescas de uno u otro signo, ya sea en las guerras declaradas o en las encubiertas. Entonces los fotógrafos pueden dar cuenta de nuestras pesadillas. Pero también el arte da pie a relatos feroces sobre cómo vivimos. Este es un caso interesante. Una institución financiera dijo: arte en la calle, y la calle -y no cualquiera de ellas, sino la distinguida Rambla de Catalunya y sus tilos, árboles de venus- fue tomada por esta gran cabeza que vemos en la foto y otras piezas de enormes dimensiones, desmembradas de quién sabe qué cuerpos, protagonistas de cuentos crueles.
El niño ha entrado por los ojos vacíos y explora qué hay bajo la venda, para qué sirve el artefacto, qué esconde
Paseé en diversas ocasiones entre las figuras brutales. Viví su rechazo, cómo me expulsaban de su vera. O tal vez era yo misma quien no quería estar a su lado. ¿Son arte estos artefactos por ser enormes? De este estupor se aprovecha el tipo que expone y vende así estos prototipos amenazantes con el apoyo de altas instituciones y no menos altos prohombres. Algunos ciudadanos parecían sentir lo que yo, los miraban de la misma forma: retrocediendo, como aquel ángel de la historia estupefacto que de espaldas al futuro ve cómo el llamado progreso le alcanza... Ya les digo que fue una pesadilla para mí. ¿Y el consistorio, qué? Había dado, por supuesto, el permiso.
La ciudad, rehén de los turistas, reconoció de inmediato el nuevo parque temático que se le ofrecía para sus fotos. Muchos indígenas también, desde luego. Los soñadores críticos eran escasos, o al menos no puede decirse que encontrara demasiados en mis paseos entre los tilos alucinados de la Rambla de Catalunya durante las semanas que estuvieron sometidos a los monstruos. Los soñadores son gente que se ha ido acostumbrando a callar, a vivir entre sus percepciones. Pero incluso quienes no soñaban se protegían: la gente sacaba sus cámaras como si quisiera domesticar a las intimidatorias estatuas, troceándolas al encuadrarlas, metiéndolas recortadas en el objetivo para no verlas nunca más enteras.
¿Qué podía hacer un fotógrafo, alguien que no es sólo un disparador, ante tanto disparo? Esperar que algo más vivo sucediera, algo que trastocara el orden de las cosas. Algo que no fuera sólo expresión del miedo. Y ahí está: un niño entra en el monstruo y desentraña la cabeza del asunto, esta sordidez espectacular.
Siempre somos niños en nuestros sueños, es verdad.
Lo hermoso, lo alegre, es que el niño no se deja intimidar. Y lo bueno, la confianza que la foto da, es que gracias al pequeño héroe percibimos la magnitud del atropello. El niño actúa, su sueño es activo. Tiene la certeza del cazador, que es siempre consciente de cualquier signo que los demás no perciben. Porque aunque lo que vemos tiene muchas caras, a menudo los seres funcionales que somos los adultos no deseamos verlas. Las criaturas, en cambio, sí quieren ver. El niño, aquí, ha entrado por los ojos vacíos y explora qué hay bajo la venda, para qué sirve el artefacto, qué esconde.
El último día que caminé entre estos cuerpos grandilocuentes iba yo a la vieja Universidad y hasta ella llegué por la estrecha acera de la Gran Via. Al pasar ante el antiguo Instituto Nacional de Previsión, hoy Institut Català de la Salut, su estatuaria franquista me recordó muchísimo a las estatuas de la Rambla de Catalunya. Desperté. Luego vi la foto. Respiré. Un niño desentraña.
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