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Columna
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Aleixandre no es escombro

Jesús Ruiz Mantilla

Existen ciudades que respiran el poder de sus poetas en la calle. Su fuerza reside en el peso del aire. La caricia del tacto de su memoria marca sus calles y se les trata con reverencia. Sus versos no han acabado en el cubo de la basura. Pero hay otras en las que no. No suele ser culpa de las gentes que las habitan, aunque a veces compartan la responsabilidad del execrable olvido.

Las hay que tienen la mala suerte de contar con gobernantes más preocupados por la inauguración permanente que por el difícil reto de echar la mirada atrás para marchar con cierta dignidad hacia adelante. Madrid es una de ellas. Uno de esos lugares en los que vale más levantar cuatro torres para tocar no se sabe qué cielos y donde por el contrario se condenan al olvido auténticos lugares mágicos de apenas dos o tres plantas. No tendrá más la casa que habitó Vicente Aleixandre. Sin embargo, no parece existir por parte de nadie una mínima voluntad de arreglo para conservarla.

Es cuestión de prioridades. Para llegar a un entendimiento bastaría con cambiar la importancia de la altura física por cierta altura moral y de miras. Aquella casa, cuentan quienes la conocieron, fue un milagro en tiempos duros. Años en los que para exprimir una gota de talento poético había que apretar duro y acudir a la luz encendida de lugares como aquél, donde todos los que demostraran un mínimo interés por la literatura eran bienvenidos. Para muchos, ese humilde caserón, en el límite entre la Ciudad Universitaria y la calle de Reina Victoria, fue todo un símbolo del exilio interior: el que vivió su dueño, ajeno al frío de un país donde nunca se encontró a gusto después de esa maldita guerra en la que algunos amigos murieron y otros partieron lejos.

Hoy, por azares del urbanismo, el auténtico sentido de todo en este paraje sujeto al poder eterno del ladrillo, se ha convertido en una parcela apetitosa. Pero la posibilidad de que se venda por un puñado de euros no quita para que en tiempos difíciles, estériles para el lirismo más hondo y transgresor, fuese habitada por un hombre que llevó a los límites estéticos y poéticos más arriesgados toda la intención renovadora de la Generación del 27. Sólo por eso debería ser tratada como un santuario.

No es caprichoso que Aleixandre consiguiera el Nobel de Literatura. Lo mereció con justicia. Lo que no merece de ninguna manera es el espectáculo de gobernantes y partes interesadas en no llegar a un acuerdo digno para convertir su casa, el espacio sagrado en el que un día reinó la belleza, en un lugar digno de su legado, en una sede donde se celebre en pura libertad todo aquello que le fue negado y costoso al poeta durante gran parte de su vida.

Pero pedir cordura y juicio en algo que tan sólo está al alcance y a merced de una sencilla decisión política, se antoja toda una utopía. Más en una ciudad, en la capital de un reino, donde en un periodo ridículo de tiempo, dos o tres años, han desaparecido espacios de referencia para la cultura. Del teatro Albéniz y el gran puñado de cines que se han reconvertido en tiendas de marca, droguerías y almacenes, ya no queda rastro. Empezamos a mirar a esos lugares y también a las librerías, las galerías de arte, a esos tugurios donde se ofrece creación, como verdaderas fortalezas ganadas al imbatible acoso de las chequeras.

Pero no debería ser así. No deberían asombrarnos tanto. Ya se ha perdido demasiado rastro de nuestra memoria artística para que nos resignemos a más. Las placas conmemorativas que amablemente coloca el Ayuntamiento o la SGAE en las fachadas de las casas donde habitaron artistas de toda condición no provocan ya más que sorpresa. Ayudan y están bien, pero no es suficiente: la memoria creativa de una ciudad no puede basarse en sellos que no van más allá de la anécdota.

Hemos arrojado a la basura demasiadas cosas importantes. No sigamos por ahí. Repetirlo produce hastío. No debería ser necesario ni recordarlo. Es más, en mi insobornable confianza en el género gestor, estoy seguro de que a alguien se le ha ocurrido ya, a estas alturas, una solución. ¿O van a pasar a la historia nuestras gloriosas administraciones, cualquiera de las tres -Ayuntamiento, Comunidad, Gobierno central- por mirar hacia otro lado? A lo mejor es que se conforman con que dentro de unos años, en la casa donde vivió nada más y nada menos que un silencioso y profundo premio Nobel, se pueda leer en la pared de otro edificio recién construido: "En este solar estuvo la casa donde vivió Vicente Aleixandre". ¿Será entonces cuando se les caiga la cara de vergüenza? Porque al resto se nos ha caído hace tiempo.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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