El de la música
Hay un tipo de gilipollas que prolifera en verano. Gilipollas hay muchos, hay gilipollas locales, de esos que hasta están subvencionados por las comunidades autónomas porque forman parte de esa identidad que no debemos perder, pero el gilipollas que nos ocupa hoy es un tipo de gilipollas universal que hace su presencia en Madrid o en esta pequeña localidad del sur de España que hoy domingo, según han dicho en las noticias, se encuentra en alerta naranja por la calor criminal. Da la impresión, por cierto, de que los redactores de informativos piensan que en verano sólo los gilipollas ven el telediario porque asombra que, dentro de ese gran reportaje sobre el calor que nos atizan cada verano, un locutor/a recomiende, con gesto grave, sobre unas imágenes de una Sevilla desierta o de unas muchachas solazándose en bolas: beber agua fresquita, no hacer deporte a las horas en que el sol ataca verticalmente y ponerle al niño un gorro. Gracias, de verdad. Si no fuera porque lo repiten en cada boletín, la gente le daría a la abuela agua caliente y dejaría al niño a la intemperie y sin sombrerito. El verano ofrece magníficas posibilidades para cargarte a los familiares más vulnerables. Pero ese es otro tema. El tema central de esta pieza son los gilipollas. Tú piensas, inocentemente, que puedes librarte de ellos retirándote a la casa del pueblo, sueñas durante todo el año con este balcón que tengo en el cuarto de armario de luna.
Noche de domingo. 40 grados jienenses. Por fortuna, esta es una casa antigua, de esas que tan sabiamente construían los maestros de obra antes de que los arquitectos proyectaran pisos donde la gente se asfixia, y las personas mayores, de una cultura previa al aire acondicionado, suben y bajan persianas, cierran la casa a cal y canto durante la siesta y la abren cuando el sol se marcha. Agua del botijo, abanico, ventilador y dejar la calle desierta para que la disfruten los extranjeros, que son los únicos que no siguen las recomendaciones de nuestro telediario, porque los pobres no lo entienden. Una pena. A la una de la madrugada, las criaturas se acuestan, nos acostamos, con el balcón abierto, esperando oír, como mucho, las pisadas de los paisanos que van de retirada y que dejan en el aire alguna frase suelta que se cuela en el sueño del que está ya casi dormido. Es en esos minutos previos al anhelado sueño REM cuando hacen presencia los consabidos gilipollas universales. Sinceramente, pensé que los había dejado en Madrid, creí que al menos esta vieja calle empedrada estaría fuera de sus circuitos habituales, pero no: un gilipollas es universal porque su territorio es el ancho mundo. El gilipollas pasa montado en su coche con una música que sólo a los gilipollas puede gustarles y a un volumen que podría reventar los altavoces. Yo preferiría, pienso asomada furtivamente al balcón, que antes le reventaran los tímpanos al gilipollas y a su novia que, obviamente, es tan gilipollas como él, porque una no puede tener un novio así y no ser de la misma condición. La pareja de gilipollas se para bajo mi santo balcón. En el caso de una parejita normal que detiene el coche en un rincón oscuro lo lógico es imaginar que están realizando un glorioso intercambio de fluidos, en silencio o con una música sugerente; pero en el caso de una pareja de gilipollas, ay, ahí me pierdo, sólo se me ocurre que se hagan un trabajillo exprés, tan histérico como la música que escuchan, bueno, que escucha toda la calle. A mí, en casos como este, me gustaría ser Dios, guardia de tráfico, guardia civil, policía secreta, municipal, guindilla (como se decía en las zarzuelas) o mosso d'esquadra, lo que fuera, con tal de formar parte de un cuerpo represivo y tener la potestad de poner multas, quitar el carné, incautar el aparato de sonido o mandar a nuestra pareja a una granja de rehabilitación de gilipollas. La granja la acabarían pagando los pobres padres, como si lo viera. Cabe la posibilidad, ya lo siento, de que alguno de ustedes tenga un hijo así. No sería raro estadísticamente, con tanto gilipollas suelto.
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