El enigma de la diosa
La diosa y el turista se dan la espalda. Ella es blanca, inmaculada. Flota por encima de la lámina de agua, como si la piedra de que está hecha se hubiera tornado nube. Su recogimiento llega de Auguste Rodin, de quien Josep Clarà fue admirador, pero la reflexión es menos trascendente que la que ocupa al pensador con cara de Dante: el Mediterráneo da a la contemplación una levedad particular (recuérdese a Mastroianni tomando el sol en una calleja de Nápoles ante un atribulado Jack Lemmon en Maccheroni, de Ettore Scola).
¿En qué piensa la diosa? Bueno, la diosa es catalana y por consiguiente piensa en la belleza. Una belleza hecha de proporciones griegas, de perspectivas renacentistas y de progreso ilustrado, en un país que edita esmeradamente a los clásicos y reúne en sus museos destacadas colecciones de arte. Pero la deessa orsiana y benplantada no es tan transparente como parece. De hecho, el otro nombre que el escultor dio a su criatura fue L'enigma. ¿Qué enigma encierra la diosa? Pues, seguramente, el enigma del otro país que compite con el de la armonía que ella encarna. El otro país que, tres días después de la instalación de la escultura en la plaza de Catalunya, en septiembre de 1928, la retiró por la presión de grupos moralistas que protestaban por el exceso de desnudos en el ombligo de la nueva ciudad. Tenaz, la diosa regresó a su pedestal pocos días antes de la inauguración de la Exposición Internacional, el 19 de mayo de 1929, y desde entonces no se ha movido, si exceptuamos el trueque de 1982, cuando el original fue substituido por la copia actualmente visible (el original se halla a resguardo en el vestíbulo del Ayuntamiento; la copia muestra algunas dentelladas de los vándalos).
Desde el 19 de mayo de 1929 la diosa no se ha movido de la plaza de Catalunya, aunque la actual es una copia
No parece que la desnudez de la diosa haya alterado mucho el ánimo de los barceloneses que, hoy por hoy, no se sobresaltan siquiera con el nudista del traje de baño tatuado y el aro en el conspicuo pene que a menudo ronda por allí. Fíjense si a los barceloneses se la trae al pairo la diosa y sus enigmas, que en 1991 toleraron que en un extremo de su estanque, dándole rotundamente la espalda, se colocara el torturado monumento a Macià de Josep Maria Subirachs. Si todavía le quedaba a la diosa alguna líbido, fue entonces cuando la perdió definitivamente.
Pero volvamos al enigma. El enigma de la diosa podría perfectamente ser el caballero que tiene a su espalda. Un caballero que, al contrario de ella, no levita sobre el agua, sino que hinca firmemente sus pies en el fondo del charco. Está claro que al caballero no le inquieta la estética: él buscaba un alivio para sus doloridas extremidades inferiores y lo ha hallado por puro azar junto a la diosa, de la que lo ignora todo. Las bermudas blancas, la camisa estampada, la cartera abultada junto al corazón, el habano que se está fumando: todo remite a inmediatez, bienestar, opulencia. No sabemos nada más de él, de dónde viene, a dónde va. Puede ser cualquier caballero y puede ir o venir de cualquier parte. Lo importante es que su culo, contrariamente al dedo de Dios frente al de Adán en la Capilla Sixtina, reposa mansamente sobre el culo mismo de la diosa. El enigma brota justamente ahí, en la promiscuidad en que viven los opuestos, el sueño de una belleza canónica y la realidad estampada y en calzón corto remojándose los pies, la aspiración al equilibrio mediterráneo y el vuelo de bajo coste que convierte la experiencia del viaje en una sucesión de sofocos. Forzando la metáfora hasta la maldad: la ciudad ensimismada y con ínfulas de alta cultura acaba perdiendo el culo por el primero que pasa. A cambio de su dinero, claro está. En fin, vamos a dejarlo. El enigma de la diosa es finalmente la angustiosa discontinuidad entre lo que soñamos ser y lo que somos, el enorme magma que habita entre la belleza y la fealdad.
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