Sanidad estival
Primero fue el destino, luego vino el camino y el fluir incesante de la vida, después. A lo largo se levantaron las posadas, los albergues, los pueblos, los establos, las mansiones, las catedrales. Y los hospitales, lazaretos, leproserías, fonda de miserias, fin de recorrido. El hombre nace para ir cayendo enfermo en distintas etapas y por eso se ocupa en mitigar parte de la faceta irremediable, en buscar y distribuir los lenitivos. El más antiguo reconocimiento de un ser a otro debió producirse cuando alguien le tendió a otro una hierba que le libró del dolor.
La ciencia médica es la que más lejos está llegando, por la cuenta que nos trae, y sus progresos últimos son los de mayor espectacularidad. Alguna vez he recordado la visita que me brindó mi padre, médico y profesor de una sala en el antiguo hospital General de Madrid, hoy desangelado Centro de Arte Reina Sofía. El mismo inmenso caserón en cuyas gigantescas salas se alineaban las yacijas donde iba la gente pobre a morir. Claro que hacían cuanto podían por salvarles, pero la clientela llegaba en tal estado que el último servicio prestado a los congéneres era el de abandonar los despojos a las esclarecedoras autopsias. Doctores, sanitarios, estudiantes y monjas circulaban silenciosamente entre el sordo e inacabable rumor de las quejas y los estertores. El agonizante compartía la mesilla de noche con el vecino de al lado. No fue una visita apropiada y me aparté del más hermoso de los destinos y la más humana de las profesiones
Ahora, por mi mal y muchos años, soy un visitante asiduo de estos lugares, casi un experto. Como cualquiera conozco el problema de las listas de espera, que desluce los protocolos científicos de prevención y curación. Milagrosamente todo el mundo descubre el atajo y gran parte de la población doliente accede a los recintos hospitalarios por los no tan angostos accesos de las urgencias. Ahí apenas preguntan al paciente, a quien, desde los primeros minutos someten a las analíticas de rigor: sangre de las venas, de la yema de los dedos, alguna placa radiográfica tirada en el sótano, tan frío en invierno. Los especialistas suelen ser personas de alta competencia, aunque no querría caer en la murmuración si digo que la última placa que tomaron de mi cavidad torácica, a mi juicio, se me parecía muy poco. Algo borrosa fue la impresión que me produjo una apenas ojeada.
El hospital, en verano, se encuentra en una capital o en una localidad alejada, pasa por cuotas de calidad forzosamente bajas. El personal, en estos momentos, se encuentra afectado por el sacrosanto período vacacional que nadie se atrevería a discutir. Irremediablemente la nómina se encoge, con perjuicio de los abnegados miembros de las plantillas que tienen que prolongar las guardias y cubrir irremediables ausencias. Tiene un aspecto positivo, muy estimado en los balnearios de antaño: se conoce a mucha gente, sobre todo entre el personal facultativo. "En los primeros ocho días de mi estancia, conocí a cinco médicos distintos. Supongo que todos llevaban mi historia clínica debajo del brazo, aunque dudo de que le hubieran echado un vistazo. Quizás yo tampoco lo hubiera hecho", me confió un pariente.
Ante lo irremediable del trámite urgente quedan solapados algunos problemas que, según nos dicen los gestores políticos, alcanzarán pronto remedio: la promiscuidad. No es lo relatado de aquellos hangares del sufrimiento que fueron los viejos hospitales, sino que en las mismas urgencias los pacientes tienen que compartir la intensidad y expresión de su dolor con el resto, apenas separados, en muchos centros, por una cortina. Y luego, la habitación compartida, que significa que el paciente menos afectado tiene, forzosamente, que asumir la atención y los padecimientos de su forzoso compañero de fatigas. La falta de sueño es un estado patológico y en él se hallan la mayoría de quienes ocupan una habitación doble. Con frecuencia reciben el alta y vagan como zombis buscando la salida, arrastrando unas ojeras inapropiadas.
En verdad somos poco conscientes de los gigantescos pasos hacia delante que ha dado la sanidad pública, de la que, precisamente, los mayores salimos más beneficiados, pues el género de vida y las medidas preventivas arrojan un saldo estimable entre la juventud y la madurez, mucho más sanas que antes. Esto trae un corolario: no se pongan enfermos, no vayan a los hospitales en verano. Se está mucho mejor en la playa, en la piscina o debajo de un roble. Palabra.
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