Promesas y votos nulos
De acuerdo con el último Euskobarómetro las principales preocupaciones de los vascos son, por este orden: el terrorismo, la vivienda y el paro. Yo nunca he participado en una de estas encuestas, y no sé cómo se plantean: si las preocupaciones vienen dadas y el encuestado sólo tiene que ordenarlas; o si las casillas están en blanco y cada cual puede anotar sus inquietudes particulares. Supongo que lo primero, que al ciudadano se le da una lista de preocupaciones para que las puntúe; y supongo también que esa lista es muy corta, que contiene muy pocas opciones, porque siempre sale lo mismo: el terrorismo, la vivienda, el desempleo. La única variación suele estar en el orden de los dos primeros. Y no digo yo que esos asuntos no sean de preocupar, y mucho, pero me extraña que la interrogación no dé para otro tipo de respuesta, que las encuestas no acojan o no reflejen nunca otras preocupaciones también muy ciudadanas, como la calidad de nuestro sistema educativo, de nuestra televisión pública o de nuestra vida política; la carestía de la cesta de la compra (comer resulta caro y comer sano -verduras y frutas de temporada, etc.-, privativo), el endeudamiento familiar (los jueces ya están reconociendo la quiebra económica de algunas familias) o los niveles de polución (el 14% de la población vasca sufre un nivel de contaminación superior al tolerado por la Unión Europea).
Que de manera recurrente se repitan una y otra vez las mismas respuestas indica, naturalmente, que esos problemas persisten. Pero me pregunto si no será también una indicación del carácter retórico del propio método; como si esos sondeos fueran un encuestar por encuestar, o una práctica más interesada en dinamizar su propia existencia que en los resultados obtenidos. En realidad, lo que me pregunto es si en esos cuestionarios el ciudadano juega el papel de protagonista o el de figurante. La persistencia de las mismas preocupaciones, es decir, de los mismos problemas, hace que me incline por lo segundo.
Que el ciudadano es un figurante y no un verdadero protagonista se me representa también ante algunos gestos de nuestro juego político. Cuando veo, por ejemplo, el automatismo con el que se interpreta y se adjudica el voto nulo: el voto nulo es de Batasuna (o de cualquiera de sus heterónimos) y punto. Y, sin embargo, luego compruebas por la calle que, como sucede con las demás preocupaciones, el voto nulo es de cada cual; que dentro del voto nulo también cabe un quesito electoral con porciones de colores y porcentajes. Pero aquí mayormente se actúa como si no; se da por hecho que el electorado, incluso cuando se pronuncia de un modo silencioso o abstracto, pertenece a los partidos (mayormente abertzales); es decir, que el electorado no es el imprevisible héroe de la consulta sino un figurante, con el papel decidido de antemano, sin derecho a replicar, a improvisar o a rebelarse. Un extra cuyo rol es tan elemental que se entiende aunque no se pronuncie.
Y la misma sensación me producen las promesas electorales que antes de la consulta suelen ser prendas de talla XXXL y una vez contabilizado el voto encogen como si se hubieran lavado con agua hirviendo o diseñado para un guardarropa de juguete. El "donde dije digo digo diego" y todas sus variantes -"donde dije...¿qué dije?" o "yo dije en realidad diego y ahora lo mantengo" etc.- están a la orden de los días políticos que nos toca vivir. Y el sufrido elector, además de desconcertarse, se desesperaría directamente si tuviera tiempo, pero tiene otras preocupaciones -que a menudo no reflejan las encuestas- que atender. Pero a veces sucede que la distancia entre lo dicho y lo que luego se pretende es tan descomunal (como la que media entre "en ausencia de violencia" y "haga lo que haga ETA"), esa distancia es tan significativa y radical que hasta el máximo dirigente del partido del político en cuestión tiene que discrepar y desdecirle. Como quien dice, recordarle que lo prometido es deuda, moral y cívica, y no una versión más del voto nulo.
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