Amor
Mientras navego por Internet, sea cual sea la derrota de la navegación, mi visión periférica percibe insistentes anuncios de agencias matrimoniales. A menos que yo sea rematadamente ingenuo, creo distinguir estos anuncios de otros reclamos más elementales. Nada parece indicar que el contenido de la propuesta no sea el enunciado: encontrar una pareja estable cuyas características respondan a las preferencias del usuario. Me sorprende que en las mujeres se haga hincapié en el color del pelo, una cosa tan fácil de alterar. Merche, morena, 22 años.
Mientras voy haciendo estas constataciones, leo una voluminosa novela de Henry James, donde el más leve matiz emocional es descrito y analizado en largos y densos parágrafos, no siempre fáciles de desentrañar. El abismo que media entre la atormentada lucidez que caracteriza la lección del maestro y el garabato de Merche es demasiado grande para reaccionar con vértigo, con escándalo o con desdén. Y tampoco es cuestión de ponerse romántico a estas alturas del partido. El matrimonio siempre ha sido una institución con demasiadas ataduras terrestres para evaluarla desde un ángulo estrictamente sentimental. Si Henry James tuviera acceso a las ofertas matrimoniales de Internet, seguramente reconocería que hay más libertad en esta tanteo que en los complicadísimos apareamientos de su época, donde el factor afectivo estaba muy abajo en la escala de prioridades. Eso sin contar, como él supo demostrar, que cuando las elecciones amorosas podían hacerse sin condicionamientos externos, el resultado continuaba subordinado a intromisiones personales no menos turbias: la vanidad, el miedo, la rivalidad, el error de juicio. Las personas, afirma el personaje central de uno de sus relatos, no deciden a quién han de amar, sino que aman a quien encuentran. Las relaciones se hacen y deshacen por influjo del azar, de la voluntad propia, de la maquinación ajena, y también, qué duda cabe, de lo que en el lenguaje común denominamos amor. Encontrar pareja en Internet es como comprar por catálogo. Está bien o mal según las tiendas que uno tenga alrededor. Quién sabe si al taciturno Henry James un anuncio breve y oportuno en un rincón de la pantalla no le habría hecho mella en su augusta soledad.
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