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Columna
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La palabra del Zar

El ucase del Zar ya no se puede echar en saco roto. Vladímir Putin ha suspendido el Tratado sobre Fuerzas Armadas Convencionales, firmado por 30 países en 1999, que imponía restricciones de armamento en Europa. La razón conocida es el proyecto norteamericano de instalación de una red antimisiles en Chequia y Polonia, que, asegura Washington, estarían orientados hacia el Este contra la amenaza hoy inexistente de ingenios nucleares iraníes, y que para conjurar ese peligro deberían sobrevolar Rusia.

No hay razón, sin embargo, para suponer que Moscú tenga la menor intención de vulnerar el acuerdo, ni de amenazar militarmente a Europa del Este. La suspensión del tratado no entrará en vigor antes de 2009, con lo que hay tiempo para negociar con Washington, y el único cambio efectivo en las relaciones entre Occidente y Rusia sería entonces el fin del intercambio de información y de inspecciones militares mutuas. Putin quiere subrayar, en cambio, que su calculada oposición a Estados Unidos es una política y no una mueca de disgusto.

En los últimos meses, Moscú ha bloqueado las tentativas norteamericanas de obtener de la ONU barra libre para sancionar a Irán, Sudán, Corea del Norte, y cuando menos demorará bastante la independencia de Kosovo, tan cara al presidente Bush; peleará casa por casa la instalación de los misiles; y está tejiendo una red de nuevos oleoductos con la que controlar la mayor parte del crudo y gas que llegue a Europa, sobre todo, de Asia central. Putin firmó el pasado 12 de mayo un vasto acuerdo de suministro de hidrocarburos, que transitarán por suelo ruso, con las ex repúblicas soviéticas de Turkmenistán y Kazajistán, sirviéndose de un conducto ya existente, y anunciando la construcción de otro también abrigado por territorio de Moscú. La época en la que Estados Unidos podía hacer que los hidrocarburos asiáticos eludieran las fronteras rusas ya es historia. Hoy se libra una guerra de pipelines. Y, paralelamente, Rusia acordaba la construcción de otro oleoducto entre Burgas en Bulgaria y Alejandrópolis en Grecia, el primero bajo control del Kremlin que discurre por suelo europeo. Los países de la UE importan un 25% del gas que consumen de Rusia, que es el mayor productor mundial, así como el segundo de crudo, tras Arabia Saudí.

El forcejeo energético recuerda el Gran Juego, como lo bautizó Rudyard Kipling en el siglo XIX, por el control estratégico de la zona entre Gran Bretaña y la Rusia zarista, que terminó en empate técnico o victoria defensiva de Londres con el acuerdo de 1907, con el que las potencias se repartían Irán en zonas de influencia y toleraban la inestable independencia de Afganistán como Estado tampón entre sus dominios: el Asia rusa y el subcontinente indio.

Estados Unidos es hoy quien, en lugar de Gran Bretaña, ha establecido tras los atentados del 11-S complejos militares en Uzbekistán y Kirguisia, que Bush ha prometido desmantelar en cuanto queden erradicadas las presuntas bases de Al Qaeda en Asia central. Las instalaciones norteamericanas, además de funcionar como retaguardia logística en la guerra contra los talibanes de Afganistán, son ante Moscú la humillante expresión de la victoria de Estados Unidos en la guerra fría, al tiempo que montan guardia ante China -que también ha sellado un acuerdo de suministro de gas con Turkmenistán- y pueden ser un día centro de operaciones en caso de ataque a Irán. Para completar un panorama que Putin interpreta como un nuevo intento de cerco norteamericano, no tan distinto del que se estableció en los años cincuenta con el pudoroso nombre de containment, el nuevo zar de hierro detecta mano norteamericana en las revoluciones anti-rusas de Ucrania y Georgia.

Putin, aupándose en una coyuntura económica muy favorable, es popular en Rusia, donde su manipulación de las libertades democráticas -que tampoco eran gloriosas con su antecesor, el descoyuntado Borís Yeltsin- pesa muy poco contra la recuperación del orgullo zarista de gran potencia. La inmensa mayoría de las sociedades le temen más al desorden que a la injusticia, y la opinión rusa se ha llevado siempre estupendamente bien con la segunda. Por eso, Vladímir Putin cuando habla, no gesticula, avisa.

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