Como lagartas
Cuando era jovencilla frecuentaba una playa para mujeres en la que nosotras mismas habíamos delimitado espacios, otorgándonos plaza de acuerdo, más que con nuestras preferencias, con nuestras edades, oficios o condición. Yo, que por entonces era mecanógrafa, tomaba el sol adosada al grupo de las secretarias. Había vendedoras y dependientas, en otro; mujeres de moral distraída, en otro. Y finalmente estaban las mayores.
Formábamos, todas nosotras, una especie de pequeño país de arena; éramos las comunidades autónomas, mujeres de diferentes costumbres y aspectos que nos gustaba poner de relieve. Las virtuosas damas de edad avanzada -no más que la que tengo ahora, por cierto- pasaban junto a las busconas arrugando la nariz como si el olor a coco de las cremas solares hubiera devenido fétido. A su vez, las ramerillas, que estaban de bastante buen ver, se reían de los pellejos que a las otras les colgaban de los brazos o de los muslos, o de la imparable caída de sus pechos. Arrabaleras, enfundadas en biquinis dorados o de encaje negro y con los cabellos tintados de rubio o rojo recogidos por bandas de colores, estas mujeres se tocaban los atributos y a continuación dirigían a las otras un corte de mangas al grito de: "¡Envidia!".
Dependientas, secretarias, meca-nógrafas, vendedoras: más púdicas, cuchicheábamos, criticábamos, mientras nos dábamos mutuamente crema en la espalda -¿estaríamos esa tarde lo bastante morenas para destacar en el baile o para que el chico que nos iba a llevar al cine lo notara?- y, no sin remilgos, avanzábamos comportamientos futuros impresionantemente fatuos. "Yo, antes que exhibirme así me quedaría en casa". "Yo pienso cuidarme toda la vida. Cuando llegue a esa edad estaré mucho mejor que ellas". "Yo a esa edad no pienso llegar. Antes me pego un tiro". Comprenderán que hablábamos de las viejas, no de las putas. Las putas nos divertían, eran jóvenes y atrevidas, de sus procacidades aprendíamos no pocas lecciones. Las viejas en bañador eran peor que invisibles: eran lo que no deseábamos ver.
Cómo entiendo hoy a aquellas mujeres de mi ayer, que tenían mi edad de hoy o más aún, tumbadas al sol, con la piel seca pese a los frecuentes baños de crema, las pecas que no cesaban de aparecer, las manos arrugadas y etcétera. Cómo me alegro de que siguieran bronceándose como las adolescentes que un día fueron. Si ahora miráramos a vista de pájaro las playas de medio mundo veríamos cuánta mujer de edad se apresta a ofrecerse al dios Sol con el mismo placer -y más protección solar, desde luego- que en aquellos años turgentes. Lagartas de verdad, somos. Lagartas orgullosas y hábiles en el uso del complemento: el pareo lo bastante largo, lo bastante llamativo; el sombrero de paja y las grandes gafas de sol, y esa camiseta que súbitamente te echas sobre los hombros para ocultar los salerillos.
He visto playas sólo para mujeres en algún país de Oriente, pero no las he frecuentado, desconozco sus costumbres. Pero en las otras, las casi todas, las playas mixtas de cualquier continente, las viejas ya no tomamos el sol en manada. Vamos con quienes queremos, nos mezclamos con los medio jóvenes y los más jóvenes, y con los medio ancianos y los más ancianos que nosotras. Con nuestros complementos, y nuestras risas, y nuestras conversaciones. Ya no cuchicheamos, y nada, excepto la enfermedad, nos escandaliza. El cuerpo que ahora exhibimos se nos ha revelado a lo largo del tiempo como el mejor compañero con el que podíamos contar. Hubo que cogerle cariño, claro. No siempre se portó bien ?esos sustos, esos quirófanos, esos análisis?, pero no por eso le queremos menos. Aquí está, todavía. Después de tantos servicios prestados.
Qué suerte haber llegado hasta aquí, con pellejos, con grávidas gravideces. Qué suerte no haberse pegado un tiro; qué suerte haberse cuidado, pero sin matarse; qué suerte poderse pagar un pareo, un sombrero, unas gafas, un negroni y el alquiler de una hamaca.
Pero la suerte mayor es que este pobre sol, aunque desozonado, nos siga acariciando hasta el fin.
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