El mal del verano
Ya no hay serpientes de verano en el periodismo, que se ha hecho demasiado importante para esas "inocentadas" informativas con que se llenaban páginas en los "flojos" meses cálidos; ahora todo el año está al rojo vivo, y no sólo a causa del progresivo calentamiento del planeta. Lo que sí se detectan cada vez con mayor frecuencia son bacterias y demás organismos, no todos orgánicos, capaces de producir efectos mucho más devastadores que el de aquellos bonachones reptiles impresos. El frío y el calor están, en todo caso, muy ligados a esta nueva floración de enfermedades y catástrofes que nos acechan en los lugares más inesperados: debajo de las mesas de las oficinas o en el intestino de un abadejo, por citar dos lugares no muy transitados por la curiosidad del hombre.
La noticia publicada hace pocos días en este mismo periódico de que un edificio recién construido en el barrio madrileño de Las Tablas estaba aquejado de una dolencia o mal misterioso que se traspasaba a los humanos me llenó de estupor, a la vez que su lectura detallada me hacía pensar, al principio, en las antiguas serpientes estivales. Enseguida te dabas cuenta de que la información, aparecida en Sociedad y no en las páginas de entretenimiento de Revista de Verano, no podía ser una broma ligera: el mal producía algo llamado "lipoatrofia" a los trabajadores, sobre todo mujeres, de la flamante sede de Telefónica en esa zona norte de Madrid, que sufrían una pérdida de grasa en la zona de los muslos, pérdida en este caso involuntaria y no estética, como las que hombres y mujeres preocupados por su belleza contratan en clínicas especializadas en liposucciones y demás extracciones de masa corpórea y dinero contante. La dolencia, que ya empieza a llamarse "enfermedad de la oficina" y también anida en edificios -algunos de firma- sitos en Barcelona, está causada, y aquí viene la parte más gótica del relato, por unas descargas de electricidad estática en las piernas, lógicamente propensas a golpearse de vez en cuando con las patas y cajones de las mesas. Aumentar la humedad ambiente de las oficinas y poner cactus encima de una repisa son, de momento, los únicos remedios conocidos contra esta plaga.
La "enfermedad de la oficina" me ha recordado la "enfermedad del legionario", de la que ahora se habla menos. Ésta se contraía, de manera no menos novelesca, a través de los conductos del aire acondicionado, donde campaba a sus anchas una bacteria llamada legionela, nombre que siempre me pareció idóneo para una fornida drag queen. La tal legionela (no confundir con la salmonela, en verano, un bicho peligroso donde los haya, generalmente en las mayonesas) debe de haber sido erradicada de los sistemas de refrigeración (se daba sobre todo en hoteles de Benidorm, por alguna razón insondable), o tan sólo superada por infecciones modernas muchísimo más letales: ese polonio ruso que no sólo mata, sino que queda flotante en las tazas de té y los aviones. Por cierto, ¿ha acabado el low cost con el síndrome de la clase turista? Éste también atacaba las piernas, pero no por los microtraumatismos en tu puesto de trabajo, sino precisamente por lo contrario: la falta de lugar donde estirarse durante el vuelo. Todos los aviones, no sólo los de las compañías de bajo costo, se van pareciendo más y más a las colmenas oficinescas, y lo malo es que con tanta restricción en el embarque, no puedes entrar a la cabina un cactus.
Las amenazas proliferan, pero me han dicho que la casa donde vivo en Madrid no sufre de aluminosis, temible patología del hormigón que sí tenía el edificio, muy cercano al mío, donde vivió Lola Flores; paso casi todos los días por delante y veo los andamios instalados en su fachada e interiores, en lo que se diría una cura drástica de microbios y demás seres malignos. Así que mi máximo temor se concentra en los anisakis, otra palabra que hemos tenido que aprender a la fuerza. Este parásito, que esconde bajo su sugestivo nombre de licor aguardentoso una enfermedad potencialmente mortal, la anisakiasis, elige su modus vivendi en las entrañas de peces y mamíferos marinos, con especial predilección por aquellos como el salmón, el bacalao, el abadejo o las sardinas que más apetecen sin hervir en esta época de auge de la cocina japonesa y los carpaccios de cualquier cosa. Nuestro legendario boquerón en vinagre ha caído en entredicho en algunas barras, y los que preferimos lo crudo a lo cocido (en la comida y en el amor) no tenemos más remedio que la congelación doméstica.
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