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Columna
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Hijos tontos

Pertenezco a una generación que, por primera vez en la Historia, tuvo clases de gallego. No fue hasta los ocho años, cierto, pero recuerdo que en aquel tiempo me sentía privilegiada. Era de las pocas de mi clase que aún había sido educada en gallego en casa, y me sentía terriblemente cómoda al leer y escribir en mi lengua materna, en la única asignatura que tenía para ello. También gracias a que en casa se preocuparon de completar esa escolarización cuasi monolingüe facilitándome un montón de libros que devoraba indistintamente en gallego y en español.

Así crecí leyendo en uno y otro idioma, pero tratando de escribir en el mío, ya que la escuela me había enseñado a hacerlo. Siempre tuve más dudas ortográficas y léxicas que con el castellano, porque, con todo, el 90% de mis lecturas diarias, incluyendo El Progreso y la Super Pop, eran en ese idioma. Además las normas del gallego a veces sufrían cambios y era fácil meter la pata, pero con buenos profesores, voluntad y un diccionario no era difícil actualizarse. Digamos que el haberme formado en una lengua que no era la materna no me causó ningún trauma, ni me sentí una mártir. Me integré perfectamente con los niños que hablaban castellano, cambiando de idioma con ellos, claro. Lo incómodo era cuando venían mis padres a buscarme y yo tenía que pensar qué me daba más vergüenza, hablar en gallego delante de los colegas o cambiarme al castellano con mi familia para aparentar. La mayoría de las veces hacía lo segundo. Y mis padres se reían de mí sólo un poco: ellos también cambiaban de idioma con la gente que hablaba castellano, supongo que para demostrar que no eran incultos y que sabían hablar las dos lenguas. Debo decir que luego nos hicimos mayores y se nos pasó el ansia de aparentar.

Nunca les agradeceré lo suficiente que en la intimidad del hogar se resistiesen a cambiar y educasen a su hijas en la lengua que hablaban ellos y todos sus antepasados. La mayoría de la gente del barrio no supo resistir la presión social y política de entonces, que había decidido -más bien venía decidido de antes- que la primera lengua de Galicia era el castellano, si era que queríamos salir de pobres.

Dos décadas más tarde, un poco de pobres sí que salimos, y el hablar más castellano tuvo muy poco que ver. La política de los 80 permitió que por primera vez la lengua materna de este país se pudiera aprender en la escuela y ver en la televisión, lo mínimo que se nos debía a los niños gallegohablantes. No estuvo mal para venir de una dictadura, pero se ve que tampoco fue suficiente. No se acabó de decidir cuál debe ser la primera lengua de Galicia, mientras la comodidad arrastró al haraquiri a cientos y cientos de hablantes. Como no queríamos fastidiar a nadie nos inventamos eso del bilingüismo armónico, como si el ser humano fuese capaz de hablar dos lenguas al mismo tiempo. Siempre hay que elegir, y toda elección es renuncia. Qué se le va a hacer.

Por eso la cuestión lingüística no es un problema de adaptación escolar, que en eso tenemos callo. El problema es que estamos en el siglo XXI y hay que tomar una decisión. Determinar ya si esa "lengua propia" que sólo se habla aquí -o, si el ser pocos fuese un problema, en 16 países más- debe ser la lengua fundamental de Galicia o quedarse en idioma vernáculo, muy bonito para la poesía y poco más. Que es lo malo de llamarse lengua de Rosalía y no de Paz Andrade, pero en fin.

Cuando por fin creíamos estar todos de acuerdo en lo primero, ahora resulta que un partido elegido por casi la mitad de votantes de este país -la mayoría de ellos gallegohablantes- se echa atrás presionado por un grupo de gente que prefiere vivir como hace 20 años, o como hace 40, no lo sé. Estos no me preocupan porque son pocos y de actitud más bien infantil. Lo peor es que los jefes del partido les hagan caso y pretendan hacer creer a sus votantes que si los niños se escolarizan en un idioma que no sea el materno les pueden salir tontos, o lo que es peor, monolingües. Generaciones enteras tuvimos que hacerlo y miren, no fue para tanto, aquí estamos levantando el país lo mejor que podemos. Hagan ustedes lo propio y si al final sus hijos les salen tontos, yo buscaría la razón en otro lado. Y si de verdad se quieren cargar el gallego dejen de hacer el ridículo y no empleen el odio, sino la indiferencia. Que hasta ahora ha sido lo que mejor les funcionó.

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