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Columna
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De ayer a hoy

Hace unos años, no muchos, aunque a la velocidad con que se suceden los acontecimientos parezcan muchísimos, cuando José María Aznar era simultáneamente presidente del Gobierno y del PP, dicho partido se ufanaba de ser el único que decía lo mismo sobre la estructura del Estado en cualquier parte de España. Mientras que los demás partidos en general y el PSOE en particular decían cosas distintas según la nacionalidad o región en la que hablaran, el PP decía en todas lo mismo. Esto es lo que convertía al PP en el único partido, según José María Aznar, con legitimidad para dirigir el Estado.

El PP confundía tener una política única respecto de la estructura del Estado con imponer autoritariamente una política definida unilateralmente por el presidente del partido. El PP, durante los años de presidencia de José María Aznar, tuvo lo segundo, pero no lo primero. En el Estado autonómico construido a partir de la Constitución ningún partido puede tener una política respecto de la estructura de dicho Estado que no sea el resultado de un pacto entre las distintas organizaciones territoriales del partido. Lo contrario es un espejismo. Es pan para hoy y hambre para mañana. Se puede mantener esa posición mientras se ocupa el Gobierno de la nación, pero nada más. Y con un coste terrible, cuando se deja de ocupar el Gobierno.

Es lo que le ha ocurrido al PP a lo largo de esta legislatura, como quedó de manifiesto en el último debate sobre el Estado de la nación de la misma, celebrado esta semana. El autoritarismo de José María Aznar en la definición de la política popular de la estructura del Estado le ha estallado en la cara a su sucesor, Mariano Rajoy, que tuvo que soportar, sin poder decir nada, la ironía de José Luis Rodríguez Zapatero sobre la presunta coherencia del PP en lo que a política territorial se refiere. ¿Por qué los artículos del Estatuto de Autonomía para Cataluña que son idénticos a los que figuran en el Estatuto de Andalucía han sido recurridos por anticonstitucionales en el primer caso y no en el segundo? ¿Por qué el PP se opuso frontalmente a la tramitación parlamentaria del Estatuto de Cataluña y acordó, sin embargo, con el PSOE la tramitación del Estatuto de Andalucía? ¿O de los Estatutos de Baleares o de Aragón, que son, políticamente hablando, el mismo Estatuto que el aprobado para Cataluña? ¿Por qué, una vez aprobado por el PP en las Cortes Generales el Estatuto de Andalucía, lo recurre por anticonstitucional el presidente de la Generalitat valenciana? ¿Por qué la reforma del Estatuto de Autonomía de Canarias, que había sido calificada de "nacional-socialista" por el PP pasa a ser una reforma plenamente constitucional tras los resultados del 27-M? ¿Por qué los socialistas son unos "traidores" en Navarra antes del 27-M y unos deseables aliados de gobierno después?

Las preguntas se pueden multiplicar. Pretender, con la estructura del Estado que tenemos, tener una política territorial definida autoritariamente desde arriba es una quimera. No hay ningún partido que la pueda tener y, sobre todo, que la pueda mantener. Si por circunstancias coyunturales, como le ocurrió en el momento de la refundación de AP como PP, parece que puede ser posible, en cuanto pasan esas circunstancias, la pretensión se viene abajo. Y con costes muy altos. Durante los años de Gobierno de José María Aznar el PP ironizó sobre la "jaula de grillos" en que se había convertido el PSOE, con diferentes barones diciendo cosas distintas en cada comunidad autónoma. De aquella jaula de grillos salió una política pactada, en Santillana primero y en los diversos programas electorales después, lo que le ha permitido al PSOE afrontar los distintos procesos de reforma de los estatutos de autonomía con tensiones internas, pero sin quiebras. El PP tiene que hacer este aprendizaje y va a comprobar lo costoso que es. Pero más costoso todavía es no hacerlo. El desencuentro entre la estructura del Estado y la estructura del partido sólo puede conducir a la catástrofe.

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