_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Mikel Essery

Han asesinado a Mikel Essery. Él, que tenía un corazón más grande que el de una vaca, que era incapaz de odiar, ha muerto victima del odio y del fanatismo. Los que han acabado con su vida no le conocían. De haber tenido la oportunidad de hacerlo, es posible que no le hubieran matado. Pero tampoco tenían ningún interés en conocerle. Ni a él ni a ninguna de sus víctimas. ¿Para qué? ¿Qué sentido tiene conocer a las potenciales víctimas cuando lo que se pretende es sembrar el terror? Es más fácil matar a gente sin rostro. Los fanáticos no pueden permitirse el lujo de conocer nada sobre las vidas que van a segar. Si lo hicieran, traicionarían la propia esencia de su modo de actuar. Si trataran de saber, siquiera por un instante, todo su tinglado mental se vendría abajo.

Mikel, por el contrario, quería saber cada día más. No para acumular conocimientos, sino para poder vivir la vida con mayor autenticidad. Quería conocerlo todo para poder comprender mejor, para poder compartir las preocupaciones y anhelos de la gente. Su curiosidad intelectual no tenía límites pero, por ello, no podía saciarse en ninguna biblioteca. Su ansia por saber, por conocer, por comprender, solo podía colmarse compartiendo un té bajo las estrellas del desierto del Sahara, recorriendo paisajes inabarcables en el Himalaya, en el Amazonas, o en el Gran Cañón, conversando con las gentes que habitan las favelas brasileñas o los suburbios de las grandes ciudades de la India, y aproximándose a los problemas e ilusiones de la gente, incluidas las más cercanas, las de este sufrido paisito en el que tanto se implicó también.

Ningún lugar, ninguna cultura, ningún grupo humano, era ajeno para él. Sin embargo, su implicación personal, sus ganas de saber, su necesidad de comprender fue especialmente intensa en algunos casos. Mikel trató también de entender el sustrato cultural del mundo árabe y musulmán. Y trató de aproximarse a esa realidad desde el respeto. Pese a su bonhomía y su tremenda sencillez, no era un ingenuo. Sus convicciones y valores estaban muy arraigados y se plasmaban en su comportamiento cotidiano, en su forma de ser, en su propia mirada. Sin embargo, Mikel sabía apreciar lo positivo de los demás, sabía enriquecer su vida, día a día, mediante el diálogo con la gente, descubriendo nuevas perspectivas y nuevos puntos de vista sobre algunos asuntos.

Mikel detestaba la arrogancia y la imposición. Amaba la vida y la libertad, y luchaba por ellas. Pero abominaba la idea y el propósito de querer imponer la democracia a cañonazos, destruyendo países y civilizaciones. Defendía cada minuto los derechos humanos, pero renegaba de quienes en su nombre han provocado cientos de miles de muertos. Buscaba un lugar para la convivencia, y rechazaba la idea del caos que, desde hace un tiempo, va abriéndose camino de forma aparentemente inexorable. La paradoja es que vivimos en un mundo en el que unos generan el odio y siembran el caos, mientras otros, como Mikel, mueren victimas de ello. Parece claro que no hay salvoconductos que puedan librarnos del fanatismo. De nada sirve una trayectoria personal como la de Mikel para enfrentar la sinrazón, para sobrevivir a una violencia cada vez más ciega.

Aparentemente, ya no tenemos opción. Pretenden colocarnos en un sitio, nos guste o no. Quieren obligarnos al papel de comparsas, asumiendo dócilmente las nefastas consecuencias de unas decisiones que no compartimos, que asistamos complacientes al ataque a la razón y al deterioro de la convivencia que se viene produciendo desde hace unos años. Que no osemos a comprender ni a pensar. Pero Mikel no se resignó a jugar ese papel. Siguió buscando, preguntando, y construyendo puentes. Ello le permitió vivir con intensidad y con pasión. Y logró disfrutar de la vida sin por ello dar la espalda al sufrimiento humano.

Somos muchos quienes tuvimos la suerte de compartir con él pequeños o grandes trocitos de la vida, de contagiarnos de su alegría vital, y de aprender de su sencillez llena de sabiduría. Por eso somos tantos los que hoy le lloramos. Agur Mikel.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_