_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El pianista, de Camps

Todo empezó con un piano de cola. Si Roman Polanski lo situó en las ruinas de un edificio polaco arrasado por los nazis, Francisco Camps lo colocó en el hemiciclo de las Cortes Valencianas. Si los planos de Roman Polanski eran desoladores y terribles, los de Francisco Camps eran gozosos y corales. Si en la producción de Roman Polanski se ofrendaba el holocausto judío, en la de Francisco Camps se ofrendaba, con las glorias de guardarropía, una ambición para liderar España, como si ya se le hubiera birlado ese papel a Rajoy. En definitiva, circunstancias y peripecias de cada guión, sensibilidad, estética y punto de vista de cada director. Polanski en El Pianista se mostró austero; Camps en su ceremonia, barroco. Como sobre gustos está casi todo escrito, allá películas y pompas. Pero si el jurado otorgó dos estatuillas a la película de Polanski, lo cierto es que las urnas, jurado doblemente popular, le otorgaron catorce estatuillas a la pompa de Camps: ocho recién manufacturadas en el desconocimiento, y seis con los espolones debidamente limados, para que encajen, sin chirridos ni chispas, en sus nuevos destinos. Después de lo visto y oído, Camps es un ganador: en el montaje espectacular, y ahí están los trofeos, se ha cepillado a Polanski; en la escena política, y ahí están las fingidas sonrisas y los cabreos de los defenestrados, se ha cepillado a Zaplana. No se privó de agradecer los servicios prestados a Miguel Peralta, Gema Amor y Alicia de Miguel, aunque algunos malpensados insinúan que con cada beso o apretón de manos, con cada despedida, murmuraba por lo bajines, un ¡toma ya! Solo Justo Nieto se lo olió, pasó de tanta faramalla y renunció al acta de diputado autonómico. Francisco Camps, en cuatro años, ha logrado erigir un Consell a la medida de su presidencialismo. Y no sólo eso, sino que, con la aplicación y sagacidad que lo caracterizan, ahora pretende desarrollar una política químicamente pura. Es decir, de momento hay que sacar el urbanismo de cualquier debate serio. Y luego, para no enturbiar la altura de la metafísica parlamentaria, también la educación y la sanidad públicas, y, ¿por qué no?, todas esas cuestiones sociales y económicas que no hacen más que enredar a unos y otros, y confundir al personal, que bastante tiene con sus problemas. La política de Camps es de alambique, de agua destilada, de alta velocidad, de promesas, de sentencias y de consignas: todo para el pueblo, pero sin el suelo. Nada extrañaría que con tal perfil, sentenciara, como ese clérigo para quien la educación ciudadana es la senda del mal, que lo del ladrillo es la metáfora de la frustración de sus adversarios. En fin, clérigo integrista y presidente presidencialista parecen gente de campanas tomar. Como corresponde, los dirigentes de la oposición, Pla, Luna, Marcos, Morera, aún chamuscados por los comicios, lo han puesto fino. Aunque nadie podrá disputarle su condición de enterrador de Zaplana, en cuya memoria no levantará ninguna estatua, aunque si da para un PAI, puede.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_