Lista de la compra
Lo ha dicho en Sevilla André Azoulay, consejero de los reyes de Marruecos Hassan II y Mohamed VI: "La religión no es el problema". Lo leo el sábado en este periódico en crónica de Santiago Belausteguigoitia. Azoulay lo ha dicho en un hotel de Sevilla, ante más de cien políticos, religiosos y sabios de Europa, el Mediterráneo y el Golfo Pérsico, convocados por la Fundación Tres Culturas, de la que es presidente delegado: "No es un problema de religión ni de enfrentamiento entre civilizaciones, sino un problema político que se llama Palestina, Israel, Irak y Afganistán".
Sé que hay una vieja disputa entre cristiandad e islam, como existen innumerables males perpetrados en nombre de la religión, un sin fin de historias sagradas y sangrientas: moros y cristianos, pero también moros contra moros y cristianos contra cristianos, católicos contra protestantes en la historia europea de los siglos XVI y XVII, cristianos contra judíos, católicos contra católicos, protestantes contra protestantes. Las peleas confesionales recubren siempre choques sociales y políticos, incluso entre individuos que, en principio, comparten valores fundamentales.
Pero, de acuerdo con el marroquí Azoulay, no creo que ninguna construcción literaria o imaginaria haya sido nunca la raíz de la violencia. Las guerras no son un problema de religión. Los factores que causan las guerras son otros, aunque la religión sirva para marcar y configurar grupos sólidos, con símbolos intocables para seguidores obedientes de consignas santas. Las religiones son proveedoras de fraseología, como decía Joseph A. Schumpeter de las teorías marxianas. Los movilizadores de multitudes pueden usar la religión o los tres impenetrables volúmenes de El Capital, con sus tesis sobre el valor de las mercancías, la plusvalía, la depauperación o la caída tangencial de la tasa de beneficio.
Ahora se ha impuesto el cargar de culpas al Corán, a la religión. Proliferan los especialistas en islamismo y mahometanismo como culpables de las últimas guerras terroristas y antiterroristas. Antes abundaban los especialistas en marxismo que ni conocían la lengua de Karl Marx. Las mesas de novedades en las librerías, que, hace treinta años, se llenaban de tratados marxistas-leninistas y antimarxistas-leninistas, hoy se llenan de tratados islámicos y contraislámicos. La ligereza con que se tratan estas cosas está retratada perfectamente en un artículo de Emilio de Santiago, ¿Falaz Fallaci?, en la recopilación Palabras en un tiempo de talantes, a propósito del torpe apasionamiento antimusulmán de la gran periodista Oriana Fallaci.
Estoy de acuerdo con André Azoulay: es lamentable "la ignorancia con la que tratan al islam muchas personas con poder". Y reconozco que los libros sagrados sirven de respaldo y justificación para las mayores tropelías. Vulgares asesinos psicópatas dicen haber matado por obediencia a la voz de Dios, que a veces es violenta: cabe leer la Biblia como una cruel recopilación de hazañas bélicas. La economía de Marx ha servido para legitimar crímenes abominables. La declaración universal de derechos humanos se ha utilizado para bombardear países.
Walter M. Miller, escritor cristiano de ciencia-ficción, publicó en 1959 su única novela, Cántico a san Leibowitz. La guerra atómica había acabado seis siglos antes, y el hermano Francis encuentra en su convento unas reliquias del beato Leibowitz, remoto y legendario fundador de la orden. Son textos sagrados, una revelación, aunque sólo sean planos de máquinas, anotaciones científicas, programas de carreras de caballos, una lista de la compra. Hasta una lista de la compra puede convertirse en texto sagrado: citar y recitar una lista de lo que hoy compramos en nuestros supermercados y centros comerciales resultará incendiario si se cumplen las previsiones de catástrofe, es decir, escasea el petróleo, se extiende la guerra mundial, y cunde la ruina planetaria provocada por la riqueza y el derroche de estos años. Pero, incluso en el caso de la palabra divina revelada a san Leibowitz, el fuego no lo prenderá la religión, sino la realidad. Y es un error peligroso confundir las causas de las guerras.
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