Bush, Putin y el nuevo reparto de Europa
En tiempos que hoy parecen remotos, cuando la bandera roja ondeaba en lo alto del Kremlin, los rusos sondeaban su lugar en el mundo a base de valorar la importancia de sus enemigos. Cuanto más potente era el enemigo exterior, más fuerte se sentía tanto el gobernante como el ciudadano ruso. En este sentido, la guerra fría, en la que la entonces Unión Soviética compartía el papel protagonista con Estados Unidos, fue una época gloriosa para los rusos. Y Vladímir Putin fue un aplicadísimo alumno de esa escuela que era la guerra fría, y hoy es un fiel seguidor de sus prácticas.
En 2001, durante su primer encuentro con el presidente norteamericano, Putin se preocupó por impresionar a su interlocutor, y, con él, a una gran parte de Occidente, presentándose como un hombre franco y fidedigno. Y desempeñó tan bien su papel que Bush comentó entonces que había visto "el alma" de Putin, y que era la de una persona digna de crédito. Seis años más tarde, en su discurso del Día de la Victoria sobre el nazismo (9 de mayo), el presidente ruso hizo una alusión en la que comparaba a los Estados Unidos con el Tercer Reich. Y, unas semanas después, durante sus preparativos para la reunión del G-8, este junio, enseñó los dientes también a Europa, amenazándola con volver a tenerla como objetivo de los misiles nucleares rusos.
¿Qué ha cambiado en esos seis años? Rusia ha visto una Europa necesitada de sus recursos energéticos y, en esa materia, la mantiene en jaque, jugando con ella como el gato con un ratón. Sí, Rusia pisa fuerte: vende armamento a Irán y a Siria, y usa sus recursos naturales para demostrar su poder. Además, se ha afianzado en su antiamericanismo. "Otra vez, la victoria será nuestra", expresó ese sentimiento hace poco el canal estatal de la televisión rusa. Por su parte, Occidente encuentra preocupante ese comportamiento despótico ruso, cuya escalada de amenazas va subiendo de tono.
Para intentar calmar los ánimos de Rusia, el presidente norteamericano ha invitado a Putin a su casa de Maine. Sin embargo, no es previsible que Putin en ese encuentro se deje apaciguar; y es que el presidente ruso está molesto, nervioso y agresivo. Su resentimiento se debe al hecho de que la OTAN se ha expandido hasta sus fronteras, y a la prooccidental revolución naranja en Ucrania en 2004. Y, sobre todo, se siente agraviado por el escudo antimisiles que Estados Unidos proyecta colocar en dos de los países del antiguo Pacto de Varsovia.
Lo cierto es que la Administración de Bush mandó instalar esos escudos de defensa aprovechando la disposición claramente proamericana existente en los países de la llamada Nueva Europa, y los impuso con la falta de diplomacia que siempre le ha caracterizado. Condoleezza Rice se comportó en la misma línea cuando contestó a las protestas rusas diciendo: "Digan lo que quieran, nosotros seguiremos igualmente con nuestros planes". Para el presidente ruso, el proyecto del escudo antimisiles en un territorio que antes pertenecía a dos satélites de la Unión Soviética fue la gota que colmó el vaso. Aprovechando el enriquecimiento de Rusia surgido del petróleo, la dependencia de ese petróleo que Europa no deja de manifestar, además de la debilitada posición norteamericana por culpa de la guerra de Irak, Putin empezó a ejercer su autoritarismo no sólo en Rusia, sino también en su relación con Occidente.
¿Podría volver a estallar la guerra fría? Hace poco parecía que esta pregunta estaba archivada para siempre. Pero, recientemente, cuando un grupo de periodistas extranjeros le preguntó a Putin sobre los pasos que iba a dar para manifestar su negativa a los escudos antimisiles en Polonia y la República Checa, el ruso contestó: "¿Qué pasos voy a dar? Naturalmente, tendremos que tener nuevas dianas en Europa". Y pocos días después calificó al último misil nuclear ruso como "una respuesta al imperialismo". Con estas palabras confirmó que estaba dispuesto a regresar no sólo a la retórica de la guerra fría, sino incluso a los métodos y estrategias de toda una época que parecía haber quedado sepultada hace 18 años bajo los escombros del muro de Berlín.
Y no se trataba de palabras aisladas, fruto de un enfado puntual. No. Ese mensaje lo confirmaron unos comentarios de un general ruso y unas declaraciones del portavoz del Kremlin. De modo que el precario equilibrio de la guerra fría, basado en la conciencia de que si una parte lanzaba sus cohetes, la otra respondería con la misma moneda, se podría repetir ahora con misiles nucleares mucho más desarrollados y refinados.
Rusia busca, pues, una guerra fría que tanta autoestima le proporcionó en el pasado, cuando se creía un imperio importante, uno de los dos polos de un mundo bipolar. Esa actitud de fuerza gusta en Rusia tanto a su ejército y sus funcionarios como a los económicamente poderosos y a la población en general, sin olvidar que la idea de una Rusia ambiciosa previene de tentaciones separatistas a las repúblicas asiáticas.
La Rusia de hoy, autoritaria y enriquecida, busca recuperar su orgullo y poder perdidos. De momento presume de ellos usando una retórica agresiva y arrogante contra Occidente, su antiguo enemigo que ahora se esfuerza por reciclar. Si hasta hace poco, Rusia para Occidente era molesta por imprevisible, ahora es molesta por demasiado previsible en su belicosidad.
Aunque Rusia infunde miedo, Europa no debería dejarse intimidar ni por ella ni por Estados Unidos. Ambos países buscan en Europa sus intereses -inmediatos y de largo alcance- y ambos se aprovechan de la falta de cohesión europea, practicando aquí su política de divide y vencerás; los norteamericanos, situando su molesto, además de inútil, escudo antimisiles en dos países de la Nueva Europa; los rusos, con su política de aventajar con sus recursos energéticos ahora a uno, ahora a otro.
Hasta el presente, los europeos han aceptado su peligroso juego: Alemania, con su oleoducto a través del Báltico; Hungría, con otro que atraviesa los Balcanes. Sin embargo, en el marco existente, cualquier estrategia miope por parte de Europa podría resultar a la larga catastrófica. La Unión Europea debería unirse de verdad y hacer frente a todos esos intentos de fracturarla, si no quiere perecer en la lucha de poder entre aquellos que no se andan con miramientos.
Monika Zgustova es escritora. Su última novela es La mujer silenciosa (Acantilado).
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