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Columna
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La postergación de los no nacionalistas

El declive del nacionalismo en el País Vasco, que se manifiesta progresivamente en las elecciones celebradas desde 2001, no está suponiendo grandes cambios en los elementos básicos que definen la política vasca. Es así hasta el punto de que, tras la debacle, el lehendakari ondea de nuevo el referéndum soberanista, ante el horror incluso de los propios.

La contumacia conceptual de la política vasca, en la que aunque pasen cosas parece no pasar nunca nada, tiene varias razones, pero la principal es el convencimiento general de que la hegemonía nacionalista forma parte del orden natural de las cosas, lo mismo que la tierra gira alrededor del sol. No sólo creen en ello los beneficiados. También quienes no son nacionalistas, a jugar por su forma de afrontar la política. ¿Por qué ese plus de legitimidad que se da al nacionalismo vasco? Tiene interés la pregunta, pues todo apunta a que la coyuntura post-Lizarra -entramos en ella, pese a que el Gobierno tripartito se resista al cambio de ciclo- volverá a construirse sobre la noción de su necesaria primacía.

Es como si los no nacionalistas se lamentasen por perder un partido que casi no han disputado nunca
Apenas se ha hablado de los problemas concretos que plantea a los ciudadanos el proceso de construcción nacionalista

Los constitucionalistas tienden a culpar a los nacionalistas de sus problemas y suelen atribuir su postergación a la agresividad nacionalista. Sin sugerir que ésta carezca de importancia, en la queja subyace además la autorrelegación constitucionalista y la legitimación subliminal del nacionalismo al que, también desde este ámbito, se entiende como la referencia fundamental del País Vasco, de cuya buena voluntad se esperan los cambios positivos.

Es como si los no nacionalistas se lamentasen por perder un partido que casi no han disputado nunca, y en el que la otra parte pone el campo y las reglas de juego, que son aceptadas sin discusión por quienes como mucho aspiran a empatar. Sigamos con el símil: además, alientan a la otra parte si atraviesa por dificultades, para que se recomponga; piensan que el embate debe terminar en colaboración, pese a las declaraciones del oponente en sentido contrario. Consideran preferible el entendimiento, lo que resulta incuestionable, pero difícil de entender mientras la razón de ser del otro, el nacionalista, sean la desaparición del adversario, al que entiende como enemigo, y la reticencia ante cualquier acuerdo que no signifique subordinación. No extrañan así las derrotas de los constitucionalistas, ni el carácter espasmódico de las ocasionales tomas de posturas fuertes, concebidas sin continuidad, en plan todo o nada, de las que se pretenden súbitos cambios de los rumbos a cuyo trazado se ha asistido con parsimonia.

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Y está, también, la relegación del constitucionalismo que la política española ha realizado desde comienzos de la transición, en general y colectivamente. El problema vasco, venía a suponerse al iniciarse los debates constitucionales o el desenvolvimiento autonómico, consistía en cómo integrar la Euskadi de los nacionalistas en el sistema constitucional. Se asumía de esta forma -y, puesto que sobrevive, el esquema sigue pesando- la identificación entre el País Vasco y el nacionalismo. Tomaba cuerpo en la política española la ficción nacionalista de una sociedad vasca que cierra filas unánimemente tras sus postulados, o, mejor, la noción de que el único País Vasco legítimo es el que así se comporta. En el debate autonómico de hace treinta años no se planteó otra cuestión crucial, cómo integrar a los vascos no nacionalistas en la autonomía que se gestaba en torno al nacionalismo, si sería posible preservar sus derechos, si no tendrían que sacrificar su normalidad cotidiana para permitir el desarrollo de los sueños nacionalistas. Cuando mucho, la política española concebía a los no nacionalistas como una especie de fuerza de choque para actuar en orden a la cuestión nacional. No como un sujeto de derechos que podían vulnerarse de llevarse a cabo el desarrollo político en los términos que lo concebía el nacionalismo.

Para el nacionalismo el ámbito al que nos referimos era, y es, importante. No para integrarlo en sus estructuras ni para construir una nación que incluyese a nacionalistas y no nacionalistas, pues nunca ha sido tal su objetivo. El propio concepto, aberrante desde su punto de vista, resulta contradictorio con sus postulados ideológicos. Sí como la parte de la sociedad vasca sobre la que tendría que actuar para realizar la construcción nacional, concepto que no implica sólo el triunfo político del nacionalismo, sino sobre todo la conversión identitaria y la generalización en toda la sociedad vasca de sus convicciones y de determinados comportamientos.

Las actitudes de los inicios de la transición no han cambiado. Cuando, en la segunda mitad de los años noventa, se inició una rebelión de este ámbito contra la hegemonía nacionalista, la política española le otorgó de nuevo un papel por el que se le veía como un actor secundario, no como un sujeto político con problemas propios. Su función era combatir política y electoralmente al nacionalismo vasco, objetivo que se convirtió en prioritario dentro de la política española, no necesariamente por los problemas de los constitucionalistas vascos. Para los no nacionalistas se trataba sólo de una función a la contra, y se llamaba a la movilización en función de posicionamientos sobre grandes cuestiones políticas, ideológicas e incluso filosóficas: la Constitución, la libertad, la defensa de la vida, de los derechos individuales...

Pero apenas se ha hablado de los problemas concretos que el proceso de construcción nacionalista plantea a los ciudadanos, ni están en el debate político. Un ejemplo: la política de euskaldunización promovida por el nacionalismo vasco resulta lesiva para buena parte de la ciudadanía que desconoce el euskera -la mayor parte de los padres tiene dificultades reales al escolarizar a sus hijos en su idioma; a muchos incluso les resulta imposible, algo insólito en Europa occidental-. Pues bien, en vano se buscarán llamamientos políticos a la movilización electoral en virtud de esta precariedad. Sí se encontrará la invocación a grandes posicionamientos ideológicos y, si se quiere, la proclama de que resulta necesario derrotar electoralmente al nacionalismo para combatir mejor a los terroristas y para evitar aventurerismos soberanistas. Lo llamativo es que no se elabora el mensaje desde los problemas concretos del ámbito político constitucionalista -haciendo referencia, por ejemplo, a su relegación en el acceso a la función pública, que parece asumirse también como algo natural-, que apenas se mencionan y cuyas circunstancias suelen darse por buenas.

El ámbito no nacionalista de la sociedad vasca (¡casi la mitad de los vascos!) sigue jugando un papel secundario. Si se le supone alguna función de importancia, no es sino la de hacer la contra al nacionalismo hegemónico, porque no es buena su hegemonía, expuesta en abstracto y desvinculada de las condiciones que gesta tal preeminencia, y sin mencionar siquiera la relegación de los constitucionalistas en los ámbitos políticos, administrativos, lingüísticos, simbólicos, etc.

En estos treinta años de convivencia entre nacionalistas y no nacionalistas pueden citarse diversas circunstancias en las que los segundos han admitidos como normales, sin reacción social alguna, imposiciones nacionalistas, a veces de tipo simbólico y otras con costos efectivos, colectivos e individuales, en términos de pérdidas de derechos o de sobreesfuerzos para la creación de la sociedad nacionalista a la que el nacionalismo aspira, y que interpreta como legítima. Los costos personales de la creciente exigencia pública del euskera, materia que el nacionalismo presenta como un logro político, no han correspondido a quienes lo hablaban, sino a quienes han debido aprenderlo, no todos ellos nacionalistas ni entusiastas por esta concepción idiomática del País Vasco. Por contra, resulta imposible localizar una sola vez en que el nacionalismo haya rebajado sus expectativas y asumido algún aspecto definido por los constitucionalistas. O que haya considerado que los no nacionalistas tienen algo que decir -de forma positiva- en la construcción del País Vasco actual, incluso sin dejar de serlo. Absolutamente ninguna ocasión.

Nada indica que vayan a cambiar las cosas.

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