Dolorosamente vivo
En los primeros minutos de Zombies party (Una noche de muerte), de Edgar Wright, inteligente comedia que pasó inadvertida por la cartelera española, un desfile de andares sonámbulos conformaba una coreografía cotidiana: antes de que el primer zombi (propiamente dicho) hiciese acto de presencia, ese preludio dejaba claro que, en nuestro mundo de i-pods, colas de supermercado y vidas en suspenso en la parada de autobús, todos somos, en mayor o menor grado, zombies. Es la conclusión inevitable a la que tenía que llegar el género desde que, en 1978, George A. Romero, padre del muerto viviente como arquetipo del terror moderno, convirtiese en Zombi, su brillante secuela de La noche de los muertos vivientes (1968), las legiones resurrectas en espejo de la inercia consumista, voraz e insaciable incluso después de la muerte cerebral.
En las historias del género de horror se suele marcar una clara distinción entre el zombi extraído del folclore haitiano y el muerto viviente reformulado por Romero. Pero quizás haya más de un vínculo entre un modelo de fiambre y otro. Según David J. Skal, autor de The monster show. A cultural history of horror, el primero ya fue empleado como metáfora política en el cine fantástico de los años treinta: los zombies de La legión de los hombres sin alma, de Víctor Halperin, invocaban el fantasma de las colas de racionamiento en plena Depresión. A Katherine Hill, crítico de cine de la época en un diario de San Francisco, no se le escapó la funcionalidad del zombi en esos tiempos difíciles, porque, según escribía, "no parece importarles hacer horas extras". En La legión de los hombres sin alma, que, entre otras virtudes, fue la primera película de zombies de la historia, éstos eran, directamente, mano de obra barata (o, más bien, gratuita) en la industria del azúcar. En otras palabras, proletariado en manos de un poder vampírico, al que, no en vano, prestaba rostro y voz transilvana Bela Lugosi.
Situado casi siempre a la extrema izquierda del imaginario fantástico; en contraste con las modulaciones aristocráticas del mal, el zombi ha evolucionado como metáfora flexible: hace poco, Joe Dante lo convertía en pura emergencia putrefacta de una memoria incómoda y, algo antes, el británico Andrew Parkinson lo insertaba, en Dead creatures, dentro de los parámetros hiperrealistas del cine de Kean Loach. No es extraño que el arquetipo haya interesado a Robin Campillo, guionista de El empleo del tiempo y montador habitual del comprometido Laurence Cantet: su debut en la dirección, estrenado en DVD como La resurrección de los muertos, aborda el tema en clave de problema económico y social.
Tampoco es arbitrario que la invasión zombi haya sido el leit-motiv de muchos flash-mobs, con frecuencia orientados a un lúdico activismo anticonsumo. Lo raro era, sí, que los zombies le sirvieran a Danny Boyle tan sólo para elaborar un ejercicio de estilo: la película de Fresnadillo revela que, a veces, una secuela llega adonde no llegó el original, postulando al zombi (o su símil vírico) como lo más dolorosamente vivo en los tiempos muertos de la reconstrucción y los nuevos órdenes mundiales.
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