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LLÁMALO POP
Columna
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Rufus y Judy

Diego A. Manrique

Como muchos, estoy intrigado por Rufus Wainwright. El hijo gay del cantautor Loudon Wainwight tiene mil talentos pero también suele ocurrir que seres tan generosamente dotados se desparramen. En estas páginas hemos hablado de sus homenajes a Judy Garland, donde recrea At Carnegie Hall, su memorable elepé en directo de 1961. El disco garlandiano de Rufus todavía no existe -sale en septiembre- pero consigo pillar una grabación en DVD, Rufus does Judy. Que me lleva inevitablemente hacia añejas películas en VHS y desgastados elepés de la Garland. Y termino localizando su biografía, Get happy: the life of Judy Garland, de Gerald Clarke. El libro carece de chispa pero la historia en sí no tiene precio. Sería lectura reveladora para los que creen que el sexo, drogas y rock and roll es exclusiva de los rockeros. Lo de Hollywood Babilonia se queda corto en el caso de Garland. Su madre intercambiaba sexo por pruebas cinematográficas para su hijita. Una vez contratada por MGM, debió soportar las proposiciones de los jefes del estudio, que exigían el derecho de pernada. Unos directivos que aceptaron que su estrella se convirtiera en adicta a diferentes medicamentos, para adelgazar, trabajar y poder dormir. La Garland se rebeló buscando excusas para no presentarse a las impías horas en que la industria del cine exige maquillarse para rodar. Con una interminable lista de ausencias y desastres, hundió su carrera cinematográfica (y su mala fama haría lo mismo con su etapa televisiva). Ahora, que todas las conductas están medicalizadas, se dice que sufría un desorden bipolar, que era una maníaco-depresiva. Pero eso no explica su catastrófica relación con los hombres. Judy creía que una mujer era incompleta si no estaba enamorada y que los hombres debían dominar a sus compañeras. Tenía una fantástica capacidad para atraer homosexuales o bisexuales, desde Tyrone Power a Vincente Minnelli. Una ceguera que heredó de su madre y que trasladó a su hija. Get happy contiene escenas imposibles, como cuando Liza Minnelli descubre a su flamante esposo, el cantante Peter Allen, in fraganti con Mark Harron, cuarto marido de su madre. Otras historias no tienen ni pizca de gracia: el odioso amante que obligaba a Judy a cantar Over the rainbow, justo después de una felación.

Judy Garland murió igual que, según ella, Marilyn Monroe: "Tomas unas píldoras para dormir, te despiertas y te tragas unas cuantas más y, de repente, son demasiadas". Fue el 21 de junio de 1969. La noticia impresionó a la comunidad homosexual, núcleo duro de su público. Siempre he querido pensar que aquella hipersensibilidad por la pérdida de Judy explica lo que ocurrió una semana después en Stonewall Inn, un bar gay neoyorquino. Era un antro acostumbrado al acoso; pagaba protección a la comisaría y era avisado con antelación de las redadas. Ese sábado 28 de junio, los gays, lesbianas y transexuales del Greenwich Village no aceptaron la intimidación. Se resistieron y atacaron a los intrusos. Los antidisturbios acudieron y hubo palos a mansalva. Pero los alborotos se reprodujeron otros días, hasta que los policías comprendieron que había acabado lo de abusar gratuitamente de los homosexuales. Como recuerda Rufus, muchas canciones de At Carnegie Hall se escribieron en la Depresión, entre dos guerras mundiales: están amasadas con sangre.

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