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Columna
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Laicismo de balón

Para un ateo Dios es, con diferencia, mucho más llevadero que cualquiera de las religiones que lo defienden. A Dios no le haces caso y la verdad es que ni se inmuta; y además como es esencialmente inmaterial, ni le ves ni le oyes ni te roza siquiera, y eso incluso en las situaciones donde hay más apreturas. Dios vive y deja vivir. Pero las religiones y sus iglesias son otro cantar. Con ellas sí que rozas o topas, tarde o temprano, a pesar de que no quieras ni creas, aunque no seas de los suyos. Porque las religiones buscan ocupar siempre nuevos espacios, extralimitarse. Lo suyo es la expansión y el contagio. No se conforman con ordenar el fuero interno sino que aspiran a influir también en el civil e incluso en el político. No les basta con dirigir la vida de unos cuantos (o de unos muchos) fieles sino que quieren orientar de algún modo la de todo el mundo. Por eso, insisto, para un ateo Dios es infinitamente más llevadero que cualquier religión, iglesia o estructura organizativa de lo divino.

Me confieso atea de fútbol, lo que no resulta demasiado práctico en esta sociedad futbolísticamente confesional, donde ese deporte se estructura como una auténtica religión: con sus ceremonias, sus templos, sus fiestas de guardar (muchísimo más numerosas por cierto que las de cualquier otra creencia, incluso las de mayor y más documentada tradición), con su olimpo y su infierno. "El infierno son los demás" dijo Sartre. En lo que a fútbol se refiere, el infierno es también para los demás, en el sentido de que alcanza también a los no creyentes del balón, a los no aficionados, no entendidos, no interesados... El infierno de un penalti injustamente señalado o desperdiciado, de un fichaje perdido, de una lesión o expulsión inoportunas, de un partido tras otro sin conocer el triunfo, esos infiernos nos tocan a todos, con ellos topamos los propios y los extraños, cada lunes, cada martes, etc. Porque esos "acontecimientos" ocupan el espacio informativo común y la atmósfera social con una contundencia que no se dedica ni a las mayores catástrofes ambientales o tragedias humanas.

Por no hablar del infierno de descender de categoría. La Real Sociedad ha bajado a segunda división y yo, a pesar de mi ateismo futbolístico, no me alegro de ese descenso sino todo lo contrario, me entristezco como todo el mundo (como casi todo el mundo, que también hay que tener en cuenta a esos hinchas vascos hundidos ahora mismo en la desagradable tarea, en la triste obligación de alegrarse de que sea la Real la que haya caído de categoría en lugar de su propio equipo). A pesar de mi ateismo futbolístico, insisto, me entristece el hecho de que el equipo de mi ciudad haya bajado a segunda división. Pero mi ateismo de balón se rebela contra la idea de que ese descenso represente un apocalipsis para Donostia y Guipúzcoa, que esa caída vaya a suponer para nuestra riqueza material, anímica y simbólica un auténtico descalabro. Además de las inclinaciones ya apuntadas, las religiones muestran, como es bien sabido, bastante gusto por la magnificación y el cataclismo. Pero creo que en este caso conviene no exagerar y mantener la calma civil, para encontrar cuanto antes la fórmula que nos coloque en una categoría más llevadera.

Supongo que el ascenso pasa por serios replanteamientos deportivos. No entraré en terrenos que me son tan extraños. Pero desde el ateismo de balón quiero recordar que las sociedades modernas han visto en el laicismo una manera de evitar roces y tensiones, de instaurar la alegría del equilibrio y la igualdad entre los ciudadanos; y de enriquecerse con la suma y la convivencia de proyectos e ideas de todo tipo. Eso he oído que necesita la Real Sociedad para salir del bache: ideas de todo tipo. Pues aquí va una. Apoyemos entre todos, si no el ateismo (que las creencias son de fuero interno) sí al menos el laicismo de balón: darle al César lo que es de la ciudadanía en su conjunto y al balón estrictamente lo suyo. Insisto en el adverbio y en la confianza en que el redimensionado laico del fútbol permitirá ver las cosas del descenso de un modo mucho más optimista y productivo. O infinitamente menos sombrío y embargado.

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