Miedo a la ciudadanía
ENTRETENIDOS con las resistencias de Polonia y el Reino Unido al minitratado europeo, con el voluntarismo de la señora Merkel, con el escepticismo español o con el hiperactivismo que Sarkozy ha impuesto a la política francesa, nos olvidamos del verdadero propósito del ejercicio. ¿Cuál era el objetivo de la última cumbre europea? ¿Qué se busca con el minitratado o tratado básico, como dicen algunos? Sencillamente, torearse una vez más a la ciudadanía europea. Los gobernantes europeos pusieron en circulación una mal llamada Constitución. Algunos países la aprobaron. Francia y Holanda dijeron no en sus respectivos referendos. Y ante esta conjura de los irritados se paralizó el proceso. ¿Cuál ha sido la respuesta de los gobernantes al rechazo de dos países? Buscar una solución que permita orillar la consulta ciudadana. O sea, puesto que los ciudadanos de dos países no se han comportado como estaba previsto, nos castigan a todos los demás retirándonos la palabra. No es con estas reacciones de despotismo infantil como se va a conquistar el corazón de los ciudadanos. Al contrario: sólo sirven para acrecentar la idea de que la Unión Europea está secuestrada por las élites gobernantes y la superestructura burocrática que emana de ellas.
El déficit de participación democrática es el punto débil de este maravilloso proceso que es Europa. La idea de construir la casa por los cimientos y no empezando por el tejado fue buena. Establecida la razón de fondo, la que da fuerza, legitimidad y grandeza a la Unión Europea (convertir en tabú la guerra entre europeos), se optó, con buen sentido, por empezar por la unión económica, como base sólida sobre la que construir el edificio comunitario. La apelación política a la ciudadanía se fue retrasando. Y cuando se apeló a ella, probablemente fue demasiado tarde. Las elecciones europeas han expresado siempre este déficit, bajo la forma de la abstención. Y en los referendos de la Constitución, los más respondones, los más resabiados, aprovecharon para expresar su rechazo. Responder a estas reacciones intentando evitar de nuevo a la ciudadanía no servirá para otra cosa que para aumentar la distancia que separa a la calle de Bruselas.
Europa no es una nación, Europa es "un lugar mental", para utilizar una expresión de Arjun Appadurai. Como tal, no tiene fronteras precisas y es abierta, por definición. Sobre estas bases, a nadie se le amaga la dificultad de crear estructuras comunes de soberanía entre los diversos Estados -y los discursos patrios que les animan-. Los obstáculos son muchos: la resistencia a la cesión de poder, los intereses económicos, los factores identitarios. Si no fuera por lo mucho que ya se ha conseguido, se diría que es una quimera pretender unir a países tan marcados por la historia y la cultura en el más ambicioso proyecto supranacional jamás contado. El Reino Unido vivirá permanentemente con un pie en Europa y otro en el Atlántico. Es su posición y es su juego. Pero no es muy ejemplarizante firmar la Constitución y después practicar el ventajismo cuando otros países la rechazan. Polonia -el Gobierno español lo sabe- tiene serias dificultades de identidad. Encajonada entre Alemania y Rusia, lo que busca, por encima de todo, es reconocimiento. Y así podríamos seguir: todos los Estados tienen sus intereses y sus contradicciones. Sarkozy, tan militante ahora por el minitratado, ha lanzado también la iniciativa de la Unión Mediterránea, que, por mucho que se presente como un premio de consolación a Turquía por el rechazo francés, es un torpedo en la línea de flotación de la Unión Europea. Pero la dificultad objetiva de la empresa no justifica tanto miedo a la ciudadanía. El patrimonio de Europa es la razón crítica. Ésta es su fuerza. Restringir la palabra a los ciudadanos es una forma de despreciar el valor principal de este "lugar mental". Y si el resultado final tiene que ser una Europa de geometría variable -como ya ocurre con el euro-, ¿por qué no dejar que sean los propios ciudadanos los que dibujen los distintos perímetros?
Los españoles votamos a favor de la Constitución Europea. Ahora resulta que aquel referéndum no vale para nada. Nos cambian el guión y no tendremos oportunidad de decir la nuestra. Y después, el día que decidan convocarnos para otra votación, se sorprenderán de que medio país se abstenga. ¿Así trata la Unión Europea a los ciudadanos? Con el referéndum europeo convertido en papel mojado, con el referéndum catalán en manos de lo que decida el Tribunal Constitucional, es razonable preguntar -como hizo recientemente Jordi Pujol ante el presidente Rodríguez Zapatero-: ¿qué valor tienen los referendos en España?
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