La pianista rodeada de talento
Martha Argerich vuelve a Lugano para ofrecer música de cámara entre amigos
Quiéralo o no, Martha Argerich se ha convertido en un mito. Se anuncia pocas veces y cada una se espera como un acontecimiento de los que hacen pensar que la música puede trascender cualquier pretexto mediático. Desde hace seis años se deja ver y escuchar durante casi 20 días en Lugano, la ciudad suiza en la que se habla italiano y en la que, estos días, coinciden los conciertos de la pianista con una soberbia antológica de Baselitz en el Museo d'Arte Moderno, un precioso espacio a la orilla del lago.
La Argerich reúne en su entorno, como una madre amantísima, a unos cuantos artistas que la adoran, establecidos algunos con sus carreras bien asentadas, excéntricos, poco convencionales, hasta teñidos de cierto malditismo otros. Ella encuentra en todos una excelencia que a veces se les escapa a los programadores, los anima, los cuida. Da la sensación de que mataría por ellos, que giran a su alrededor como si fuera la gran madre de familia -de hecho, dos de sus hijas están en los programas-.
La Argerich reúne en su entorno, como una madre amantísima, a unos cuantos artistas que la adoran
El talento de Martha, el apoyo de la Radio Suiza Italiana y el dinero de la banca BSI consiguen este pequeño milagro -a precios discretos en tan caro país- en el que, además, todos los músicos, veteranos y noveles, con nombre o sin él, cobran lo mismo. Por tocar con Martha, hasta gratis lo harían.
La cosa consiste en hacer música de cámara entre amigos y ya se sabe que cuando eso funciona no hay nada igual, que el sonido se hace más íntimo. Es lo que sucedió el pasado fin de semana con el Cuarteto con piano número 2 de Brahms en una sesión que pudo ser accidentada, pues fallaron el pianista Stephen Kovacevich -que no se pudo sacar la espina de su frustrado Così fan tutte de Mozart en Ginebra, cuyos ensayos debió abandonar fracasando en su intento por consolidarse como director de orquesta- y el violonchelista Truls Mork. Pero cuando los sustitutos se llaman Nicholas Angelich y Christian Poltera, el resultado no podía ser otro: absolutamente excepcional.
El violinista Renaud Capuçon aportaba ese brío controlado que le caracteriza; Lida Chen le daba a la viola su papel, aquí más bien discreto, con toda eficacia; Christian Poltera lucía hermosura de sonido, y Nicholas Angelich -qué gran músico- sostenía el conjunto desde el piano. Una sesión, en definitiva, de las que no se olvidan.
En la misma, Martha Argerich y Alexander Mogilevski firmaban una preciosa Ma mere l'oie de Ravel en la que cada vez que aparecían los dedos de ella era como si una luz distinta iluminara el teclado. Mischa y Lily Maiski -padre e hija, los dos con una exageración gestual- y Alissa Margulis recargaban con exceso de patetismo el Trío elegiaco de Rachmaninov. Maurizio Vallina -el pianista cubano formado en Madrid- hacía un Liszt -Venecia y Nápoles- de una impresionante seriedad que hacía pensar por qué este intérprete de rasgos tan acusados no lleva una carrera más brillante, lo que no deja de mostrarle, pues, como ejemplo de la filosofía de este encuentro. Él y Martha Argerich hacían igualmente unas excelentes Variaciones sobre un tema de Paganini de Lutoslawski.
Al día siguiente, el salón del hotel Villa Castagnola -cerca de Villa Favorita, el palacio de los Thyssen- acogía un programa heterogéneo del que destacaba la Sonata número 1 de Enesco a cargo de Dora Schwarzberg -esa gran profesora que luce, cuando toca, una personalidad diferente- y Alexander Mogilevski. La Argerich acompañaba a sus amigos en obras de Schumann y volvía esa sensación que sólo ofrecen unos pocos artistas, esa facultad para ser reconocidos a ciegas aun cuando se sumen al esfuerzo común. En Lugano está -hasta el día 26- en su salsa, con su gente, hace lo que le da la gana y por eso parece feliz.
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