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Columna
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La corbata de Alberti

Los armarios son los hoteles del tiempo. El falso aire familiar de los relojes, con su disciplina rutinaria, pero llena de desobediencias, se convierte en pura confesión de extrañeza cuando nos encontramos en el armario con el tiempo. Nos gusta pensar que los años ruedan sobre un mundo quieto, y el mundo no está quieto, aparece con una talla de más, con un botón descosido, con una primavera de menos. Antes de que en las infancias españolas sobrase el dinero, los niños solían heredar la ropa. Yo heredaba la mía de un hermano de mi madre. Los inviernos y los veranos se adaptaban a mi cuerpo de un modo decente, apenas hacía falta un zurcido, un dobladillo, meterle un poco a los bajos del pantalón. Estas cosas no pasan hoy, las infancias están sobradas incluso de infancia y podemos sentirnos niños una vez rebasadas las costuras de la mayoría de edad. Las mayorías son infantiles y compran su ropa con tarjeta de crédito en unos grandes almacenes. De mayor, con motivo de santos y cumpleaños, me han regalado mucha ropa. Pero heredar, lo que se dice heredar, creo que sólo he heredado una corbata de Rafael Alberti. Los armarios dan sorpresas, tal vez aparezca el día de mañana un abrigo de cualquier antepasado. Pero en este momento sólo me llevo a los ojos, igual que en todos los inicios de verano, la corbata de Rafael. Suele pasar el año escondida, se va por ahí, volando como un pájaro de percha en percha, hasta encontrar un nido de penumbras. En el mes de junio, mientras busco las camisas aprovechables del último verano, aparece la corbata, con sus mil colores llamativos, su impertinencia chillona, su melancólica alegría de vivir. El verano regresa al mundo como un exiliado a su tierra. La alegría es mucha, pero las ausencia también. Los excesos de vitalidad del verano, con los termómetros al rojo vivo, pretenden compensar todo lo que se perdió, aquello a lo que no se pudo regresar. Hay una selva y un caribe en la corbata de Rafael, aquel exiliado que regresó a España con chaquetas y cabellos estentóreos en 1977.

Mucha gente vive con la única intención de no equivocarse. Quizá mueren sin equivocarse, pero no dejan ningún acierto. Los profesores repiten que Alberti fue un poeta tumultuoso, irregular, excesivo... Pero tiene poemas fundamentales en la historia de la literatura española. Una mala boda no desmiente la capacidad de amor, aunque la boda pese como una estatua de bronce junto a la estación de trenes de El Puerto de Santa María. Rafael volaba, era una corbata llena de pájaros, se dispersaba en los colores y en los abrazos, viajaba de hotel en hotel, o de armario en armario, con un equipaje de desterrado, hecho con pérdidas y con pura vitalidad. Cuando las ausencias pesaban demasiado, más que ponerse una soga al cuello, prefería una corbata en pleno oleaje. A mí me regaló su corbata un día de agosto, después de una visita al barranco de Víznar. Era de seda romana, pero sobre todo era ropa usada por un ser querido, y sentí que la heredaba como los abrigos sin botones de mi tío Quico. Rafael daba muchas cosas, gastaba generosidad, hasta el punto de bajarse de su pedestal glorioso de desterrado para compartir amistad con unos muchachos aprendices de poeta. Vestía con ropa de viejo imprudente en un país que empezaba a llenarse de jóvenes cuerdos en exceso. Ya se cortaba el futuro con la perfección de una chaqueta azul oscura de ejecutivo. Rafael admiraba el mundo y sus comidas, como admiraba a las mujeres y a la poesía. No era sectario, leía de todo, recitaba un soneto renacentista o un poema de vanguardia, pasaba de Jorge Manrique a los versos de Baudelaire, igual que pasaba de las multitudes a su piso solitario de la calle Princesa, con camisas y corbatas por todas las sillas de la casa bohemia. Para sentarse había que apagar un fuego o cruzar una selva. La corbata de Rafael se parece mucho a un verano, y además no acabará en otoño. Vuela de percha en percha, desaparece antes de que llegue el frío y vuelve cada vez que el mundo se atreve a ponerse en las manos del sol.

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