Los Stones derriban los tópicos
El grupo británico muestra una sorprendente vitalidad y sale triunfador de su concierto en Barcelona
No hay mayor acto de fe en el rock que un concierto de los Stones. Ninguna banda circula con tantos clichés adheridos a su nombre y lo que representa. Los Stones son todo lo que un grupo de rock puede ser y mucho más. Nada les resulta ajeno, porque han representado durante más de 40 años todos los papeles posibles.
Ningún grupo ha tenido un perfil más marcado, ni probablemente más amplio. Encabezaron junto a los Beatles una irrepetible generación de músicos, atravesaron antes que nadie por tragedias, cometieron todos los excesos posibles y algunos imposibles, anticiparon el fervor y la megalomanía del directo, convirtieron el rock en una engrasada máquina registradora, se odiaron pero no se separaron, desafiaron cualquier lógica saludable -Keith Richards es un milagro ambulante de supervivencia- y jamás perdieron el ADN del rock.
Ahora son viejos, y viajan con ese peso que es ajeno a los viejos bluesmen, a los viejos maestros del jazz, a cualquier otra idea de la venerable vejez que tanto se respeta en los músicos. Pero el caso es que están aquí, y la gente no puede evitar la fascinación por los Stones. Hay algo de fanático en la relación que han establecido con tres generaciones de seguidores, la clase de atracción que es capaz de atraer a las 40.000 personas que casi llenaron el estadio de Montjuïc.
Poco después de las diez de la noche aparecieron en escena vestidos de satén y lentejuelas, flacos y arrugados, pero sorprendentemente activos. A su espalda, un escenario colosal, producto de otro cliché asociado a los Stones. Fueron con Led Zeppelin los primeros en trasladar a los estadios los excesos coreográficos de los que ahora casi nadie se priva. Dos zigurats gigantescos, una larga plataforma que permitió saludar la excelente preparación atlética de Mick Jagger y una plataforma retráctil que, mediado el concierto, avanzó hasta el medio campo entre el delirio de la hinchada.
Sonaba It's only rock and roll, but I like it y luego Honky tonk woman, dos himnos, dos décadas, el mismo fervor por el rock. A esas alturas, los Stones habían superado la frontera entre la expectación y la adhesión sin condiciones. Es parte de un juego que se repite desde hace más de 40 años y que rara vez pierden. Saben demasiado de este negocio y del efecto que producen en la gente.
A estas alturas, no existe más sorpresa que la simple supervivencia de la banda, en excelente forma todavía. La revisión de su catálogo fue ortodoxa. Comenzó con Start me up y giró hacia atrás con Let's spend the night together. Desde ahí, el material figuró entre lo más selecto de una historia que ha producido algunas de las piezas más antológicas del rock. Escenificaron casi todas: Rocks off, que sonó convincente; Midnight Rambler, en su versión más elaborada y quizá más decepcionante en su largo resbalón final; el excelente ataque a Jumpin' Jack Flash y el poderoso despliegue de guitarras y vientos -de nuevo el infalible Bobby Keys detrás de las estrellas- en Brown Sugar.
En medio, Mick Jagger dirigía las operaciones con sus innumerables recursos, incluido un aceptable español que utilizó para saludar al público y manifestar que sí, que la noche era estupenda, que se lo pasaba muy bien y que aquello funcionaba de maravilla.
Era el astuto Jagger en el escenario, el tipo que manejó los hilos del inventó con una precisión milimétrica. En su figura se metabolizó todo aquello que caracteriza a los Stones, incluida la sorpresa que produce su espectacular despliegue físico. Fue músico, showman, líder, conductor del espectáculo y muy habilidoso gestor de relaciones públicas. Todo eso sin perder la credibilidad. Por extraño que parezca, Jagger resultó creíble, incluso para ceder el patrimonio del entusiasmo general a Keith Richards, aclamado por el público.
Richards es el héroe stoniano por excelencia, el hombre que define las esencias de la banda. En la cara de saurio maquillado se apreciaba el mapa de su vida. Que resista es un milagro. Que resista en buena forma, es casi inquietante. A estas alturas, Keith Richards produce un efecto paradójico, una especie de ternura que no alcanza a Jagger, que sigue por obligación en su papel de jefe infatigable. Cuando Keith Richards avanzó hacia la cabecera de la plataforma, convertido en un Johnny Depp pasado por la turmix de todos los vicios, el clamor fue instantáneo. Si eso fuera posible, pudo pensarse en un momento de emoción en el viejo guitarrista, que tomó la acústica y protagonizó el gran instante de la noche. Con un aire dylaniano convirtió You got the silver en una pieza maestra, de una delicadeza sublime.
Luego regresó Jagger a la dirección de un concierto que tuvo una consciente derivación hacia el soul. Los Stones interpretaron Ain't proud too beg -un grande de los Temptations- y tuvieron el buen gusto de homenajear a James Brown con un sensacional I go crazy.
La noche se dirigía sin sobresaltos hacia el final más previsible del rock. Pero eso, que también forma parte del cliché, tampoco importa con los Stones. Cuando se trata de una cuestión de fe, no hay mejor manera que terminar con I can't get no satisfaction. No hubo más y la gente salió feliz. Los Stones pueden con todos los tópicos.
Babelia
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