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Reportaje:

Oteiza, en la memoria de São Paulo

Un repaso a la muestra del museo de Alzuza que recuerda la histórica bienal brasileña de hace medio siglo

La Fundación Museo Jorge Oteiza de la localidad navarra de Alzuza rememora estas fechas y hasta el próximo 2 de septiembre, el cincuentenario del premio de escultura otorgado al escultor guipuzcoano en la cuarta Bienal de São Paulo de 1957. Para ello ha reunido piezas de algunos de los participantes en aquella bienal. Lo más destacable son tres sutilísimos bodegones de Giorgio Morandi, quien fuera galardonado con el Gran Premio de la Bienal, dos estupendos óleos de Ben Nicholson (premio al mejor pintor extranjero) y un par de excelentes esculturas de Franz Weismann (premio al mejor escultor brasileño).

El resto no pasa de lo discreto, y aquí se incluye la representación española, con dos obras por artista de los entonces todavía incipientes Tàpies, Guinovart, Vento, Capuleto y de los tres miembros del recién formado grupo El Paso: Millares, Rivera y Feito. Lo que puede calificarse de verdadero acontecimiento de la muestra reside en las 25 esculturas de las 28 de Oteiza que estuvieron presentes en la muestra brasileña.

Lo más destacable son tres bodegones de Morandi, dos óleos de Nicholson y un par de esculturas de Weismann
Desde esta bienal, las obras de Oteiza entraron a formar parte de la mejor escultura del siglo XX

Es un hecho histórico probado que a partir de esta bienal las obras de Oteiza entraron a formar parte de la mejor escultura moderna y contemporánea del siglo XX, que se inicia con Brancusi, Picasso, Lipchitz, Jacobsen, Archipenko, Epstein y Arp y continúa con los Giacometti, Henry Moore, Zadkine, Pevsner, Gabo, Max Bill y otros.

Una vez conseguido el premio, sin esperar a que el futuro pudiera reportarle beneficios de cara a su lanzamiento como artista internacional, y tras dos años de febril intensidad -donde crea magistrales piezas, como las series de las construcciones vacías, las cajas vacías, los diedros y triedros, junto a las cajas metafísicas-, Jorge Oteiza pronuncia unas palabras de enorme trascendencia para lo que le resta de vida: "La escultura ha muerto; me he quedado sin escultura en las manos". El artista ruso Kasimir Malevich, un espejo donde se miraba Oteiza, lo expresó años antes llamándolo "la nada liberada".

Desde ese momento empieza a gestarse el mito-leyenda de Oteiza. Su vida se puebla de controversias y polémicas. Da a la imprenta un buen racimo de libros. Rebelde, intransigente e inconformista, se resiste a no hacer pública su vida. Dice sentirse olvidado y postergado por los poderes establecidos, cosa rigurosamente cierta. Por el contrario, acrecienta el número de amigos y admiradores de verdad. A éstos se suman los espurios corifeos -expertos en mediocridades y peores cosas-, dispuestos a regalarle los oídos con el demonio del halago.

Mientras el tiempo nevaba sus cabellos, su obra iba quedando relegada a un segundo plano, no más que como música de fondo. Se hablaba más de él que de su obra. Otras de las razones que fomentaron su mito-leyenda fue su andadura lejos del rebaño -aunque ese rebaño fuera de oro y diamantes-, empeñado como estaba en dar importancia a todo aquello que nunca logró hacer, a la vez que tomaba la objeción contra todo y contra todos como una suerte de éxito personalista, y siempre dispuesto a lanzar piedras al agua para romper la imagen de la Luna...

Cabe conjeturar que el artista guipuzcoano, al modo de un Heráclito inconstante, pensó para sus adentros que en tanto su escultura ya la tenía hecha él estaba por hacerse. Eso es válido y normal. Lo anormal e inválido sería que en el transcurso de su hacerse creyera estar por encima de la obra. Craso error o, al menos, discutible error. El artista no tiene especial importancia. Sólo lo que él crea es lo importante.

Las creaciones atesoradas en la Fundación Museo Jorge Oteiza de Alzuza lo confirman. Allí están esperando al viajero con la sabia paciencia del tiempo (el tiempo entra de hierro en su edad última). Haga caso omiso al mito-leyenda de Oteiza. Escuche cuanto las obras le van contando de suyo, de manera íntima y gozosamente profunda. Verá que las obras de ese período, aunque no posean formas externas semejantes, mantienen su coherencia porque están hilvanadas internamente por una lógica poética del espacio que traspasa de principio a fin cada una de las creaciones.

Si las grandes obras de arte de la historia las percibimos como una de las variedades del milagro, la última etapa creativa de Oteiza encaja dentro de una de esas variedades; porque milagroso es que sobre un bloque de aire haya surgido un portentoso cúmulo de ensoñamientos -ora llenos, ora vacíos-, formulados en presencia de la razón. A partir de esta presencia, llegamos a comprender cómo en determinadas obras suyas todo lo visible descansa sobre un fondo invisible.

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