Retrato de un náufrago
ERA UN viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream. Un corpulento aventurero de cómic como Capitán América, un conductor de ambulancias durante la Primera Guerra Mundial -su novela Adiós a las armas (1929) nace de ahí-, corresponsal en la Guerra Civil española -experiencia que culminó en su legendaria novela Por quién doblan las campanas (1940), todo un best seller de doscientos mil ejemplares en un par de meses-, suicida hijo de suicida, cazador en el alba de África, marinero en tierra de toreros como Manuel García, héroe de su magnífico cuento El invicto, expatriado a París como Miller, Scott Fitzgerald, y los miembros de la Generación Perdida que le puso genuino sabor americano a la Europa de charlestón de los felices veinte, era un adicto a los sanfermines y a la bohemia rica de Madrid, rendido admirador de Baroja, loco por el boxeo (lean El belicoso de un golpe), articulista en Chicago Tribune o Cosmopolitan, ése era Ernest Hemingway (1898-1961), el autor de El viejo y el mar (1952), el más cosmopolita, popular y fanfarrón de los escritores norteamericanos, el que ganó el Nobel en 1954 y perdió los nervios con Luis Miguel Dominguín.
Cuentos como Un relato muy breve o Un relato banal ("ahí estaba, comiendo una naranja y escupiendo lentamente las pipas") explican el porqué la crítica ve en él al padre del objetivismo y del relato minimalista que más tarde otros exacerbaron y que Hemingway configuró con una técnica escrupulosa y lenta que desemboca en su estilo lacónico y ágil, a base de ir simplificando y construyendo las frases como navegaba en el mar de Cuba, temeroso de las palabras inadecuadas como teme el navegante las olas excesivas que lo convertirían en un náufrago, que es lo que siempre fue Hemingway, un desarraigado con raíces en el mundo entero, un vagabundo con papel y lápiz, un tipo con barba y boina que interpuso siempre la escritura entre sí mismo y la vida pero decidió un día no vivir para contarla.
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