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Columna
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Las dos Turquías

Hasta ahí todo el mundo parece estar de acuerdo; no hay una Turquía, sino dos, como las dos naciones de Disraeli, o las dos Españas -que seguro que ya deben ser más-, que se disputan a un solo pueblo. Una es la Turquía urbana, de valores europeos, asimilada a alguna versión de la posmodernidad, a la que no se le ve la religión en la cara, y que era la que quería Mustafá Kemal con su revolución antropológica de los años veinte y treinta del siglo pasado; y la otra, una Turquía de tierra adentro, con un islam sumamente llamativo entre la ropa, lo que de ancestral le toca a cada cultura, y, presuntamente, inasimilable a lo europeo.

Esas dos Turquías se enfrentan en los últimos meses, con el Ejército de adalid del laicismo y de la sociedad secularizada -el kemalismo- y el Gobierno del islamista al parecer moderado, Recep Tayipp Erdogan, en defensa de lo que por ahora es una vía media entre la Turquía de la religión nacional y de la historia y la Turquía de Kemal, cuya obra ha consistido en negar su propio pasado. Pero las obviedades mueren ahí, porque ambas Turquías aparecen indisolublemente confundidas en las dos posiciones, de forma que lo supuestamente moderno huele a naftalina, y lo que se dice antiguo puede que acabe siendo la democracia.

La paradoja es que los militares niegan la democracia para impedir la islamización

Hasta tal punto la frontera entre las dos es caótica que, a la vez que se hallan frente a frente en las elecciones del 22 de julio, convocadas por Erdogan para oponer los sufragios a las ambiciones militares de seguir ejerciendo un droit de regard sobre el Gobierno, podrían darse la mano en una operación de riesgos catastróficos para la zona, como sería la invasión del Kurdistán iraquí, con el objeto de erradicar el terrorismo kurdo separatista del PKK.

La paradoja de todo ello, es que los europeístas titulados, los militares, niegan la democracia para impedir que avance la islamización, con lo que jamás alcanzarán ese destino europeo que dicen pretender; y los nativistas del partido del Gobierno, cuantas más elecciones ganan más alejan a Turquía de esa misma UE, a la que quieren sumarse, porque se sienten legitimados para ir extendiendo el uso del velo junto al resto del atuendo clásico en la mujer, que es propio de los integrismos musulmanes.

En el corto plazo lo más grave sería, sin embargo, que ambas sensibilidades buscarán la solución a sus problemas en la huida hacia adelante del patriotismo bélico.

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Para el Ejército, la ocasión parece excepcionalmente buena: una vez más los militares, a los que Kemal encomendó la defensa del territorio y de la separación entre islam y Estado, amenazan, como ya hicieron para implantar la dictadura en 1960, 1971 y 1980, con salvar de nuevo al país. Lo que el fundador de Turquía pudo preservar de la quema del Imperio Otomano en 1918, Anatolia, habitada mayoritariamente por turcos étnicos, pero con un 20% de kurdos entre otras minorías, dicen ahora los militares que no pueden venir a marranearlo quienes sueñan con un Kurdistán de 30 millones de habitantes, extendido a áreas de Turquía, Siria, Irak e Irán. Pero la coyuntura puede serle igual de útil a Erdogan, porque una guerra corta y decisiva no sólo calmaría al Ejército, sino que demostraría que parte del legado de Kemal es tan inviolable para los turcos de la religión pública como los de la privada.

Pero, ¿qué hay malo en perseguir a quien nos quiere destruir, como hace Estados Unidos en Irak, incluso aún sin correr el más mínimo peligro? A saber. La ruptura, al menos temporal, con Washington, cuyos únicos aliados en Irak son los kurdos, sería casi inevitable; la alianza militar con Israel, que ni siquiera ha osado discutir el Gobierno de Erdogan, no resistiría el golpe; la proclamación de la independencia kurda en Irak podría ser la contrapartida a la invasión, con lo que resultaría peor el remedio que la enfermedad; los que como el presidente francés, Nicolas Sarkozy, rechazan el ingreso de Turquía en la UE, podrían decir: "¿lo véis?"; y, por añadidura, ni tan claro está que el Ejército le fuera a dar una lección a los terroristas, como el fracaso de la incursión israelí contra Hezbolá en Líbano del pasado verano parece demostrar.

Las dos, si se comportan democráticamente, merecerían ser reconocidas como su igual por la Unión Europea.

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