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Los tropezones del Papa

Benedicto XVI parece haber diluido el principio de la infalibilidad papal. No hay gira internacional en que sus dichos no provoquen respuestas airadas y, lo que es peor, aclaraciones que no siempre aclaran o perdones que eluden la verdad. Lo que sí nos queda claro, en esos dichos y contradichos, es cuánto tenemos aún de hipocresía o simplemente de discusión no resuelta en nuestra civilización occidental, tan greco-romana como judeo-cristiana.

Cierta confusión generó ya en mayo de 2006 cuando visitó Auschwitz para cumplir con "un deber con la verdad y la justicia debida a todos los que aquí sufrieron". El gesto, muy relevante en momentos en que aparecían negadores musulmanes del Holocausto, no se culminó, sin embargo, con un discurso que por su franqueza o sensibilidad estuviera a su altura. Redujo la responsabilidad en la tragedia "a una banda de criminales" y ni mencionó la palabra "antisemitismo", ese deshumanizado prejuicio disfrazado de doctrina que constituye la base de la cuestión. Dónde estaba Dios esos días, se preguntó, sin asumir lo que como jefe de la Iglesia allí no podía rehuir, y que era nada más ni menos que la actitud de un Pío XII duramente cuestionado por su silencio cómplice. El delicado asunto no quitó demasiado, pero tampoco añadió nada de valioso a la palabra de un Papa teólogo de quien se esperaba mucha más densidad.

Los tropezones comenzaron poco después, en septiembre, cuando dictando una conferencia en Alemania, citó al emperador bizantino Manuel II Paleólogo (1350-1425) en rotunda frase: "Muéstrenme lo que Mahoma trajo de nuevo y ustedes encontrarán apenas cosas malvadas e inhumanas, como su directiva de difundir por la espada la fe que predicaba". La cita no hubiera resonado muy extraña en el contexto de una amplia y profunda conferencia dictada por el teólogo Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en su vieja Universidad; en boca del Papa Benedicto XVI, desbordaba su naturaleza de vieja referencia histórica y podía ser interpretada como una condenación de la yihad. Y así fue, y exageradamente, porque se agredieron iglesias y hasta mataron a una monja en Somalia. Políticamente hablando, el Papa se deslizó más allá de la prudencia, pero la respuesta islámica fue desmesurada. No hubo insulto que no le endilgaran y exigencia airada de perdón que no se le hiciera, en nombre de una "humillación" imaginaria, pues el discurso no iba en esa dirección. Vinieron las aclaraciones, aunque -como de costumbre en estos casos- no bastaron.

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En marzo de este año, su prohibición de la comunión a los divorciados -a esta altura más anacrónica aún que el celibato sacerdotal- derivó en una condena al segundo matrimonio, llamado en un primer texto "plaga" y luego, en una segunda versión más diplomática, apenas "llaga". La referencia más benigna apareció luego de los consabidos reproches a una opinión que, por más que sea conocida, está muy lejos de las costumbres y moralidad de nuestros tiempos.

Ya en el inicio de su viaje a Brasil, en este último mayo, amenazó con la "excomunión" a quienes votaran leyes de despenalización del aborto, replegándose en discursos más serenos cuando bajó del avión y no quiso enredarse en una discusión tan enconada. Pero el gran escándalo se desata cuando defiende la evangelización americana afirmando que "no representó una alienación de las culturas precolombinas ni una imposición de una cultura extraña". Cualquier mirada histórica reconoce justamente lo contrario, el desarrollo de una conquista espiritual que la Iglesia asumió como su gran proyecto para un Nuevo Mundo, en el que, por otra parte, tuvo éxito al conquistar -hasta hoy- la mayoría de los sentimientos populares. Era natural que así fuera tratándose de aquella Castilla de Isabel la Católica que acababa de consagrar la unificación de los reinos hispánicos en dura lucha con el mundo musulmán.

Si desacertado estuvo el Pontífice peor estuvo su mayor impugnador, el presidente venezolano, quien, hablando para la historia dijo que "aquí con Colón no llegó Cristo, llegó el Anticristo. El holocausto indígena fue peor que el Holocausto de la II Guerra Mundial y ni el Papa ni nadie puede negarlo". Bien se sabe hoy que la dramática mortandad de indígenas se produjo sobre todo por el contagio de enfermedades que portaban los europeos y que hacían fácil víctima a pueblos que, aislados, adolecían de una baja inmunidad. Como también se sabe que los rapaces encomenderos no querían matar a los indígenas porque su natural egoísmo económico chocaba con la destrucción de su mano de obra. O sea que, en el dramático choque de civilizaciones de aquel tiempo, nadie puede hablar de genocidio porque nadie venía inflamado con una voluntad de exterminio. De evangelización unos, sí; de explotación económica otros, también; de dominación todos, desde luego, pero de destrucción nadie.

Hace ya tiempo que una historiografía más científica metodológicamente, y por tanto por encima de enfoques etnocéntricos de un lado y otro, ha ubicado los términos de ese proceso de 500 años del que es fruto la América Latina, esta región que habla las lenguas ibéricas, se enraíza en la civilización occidental y asume su mestizaje como expresión de su propia identidad. Continuar invocando viejos odios e interpretaciones maniqueas, lejos de contribuir a entendernos en el mundo de hoy, nos aleja de la realidad. Tanto como la ingenua visión de un Papa mal asesorado, que recién invoca el discurso humanista del Padre Las Casas y la teoría fundacional de los Derechos Humanos de la Escuela de Salamanca en una aclaración en que replica a varias justas admoniciones recibidas, cuando debió haber empezado por allí. O bien recordando que algunas lenguas indígenas, como el guaraní, si han sobrevivido es por la monumental obra de hombres como el Padre Antonio Ruiz de Montoya, quien con su Tesoro de la lengua guaraní transformó en lenguaje escrito y normalizado una perecedera oralidad.

Julio María Sanguinetti, ex presidente de Uruguay, es abogado y periodista.

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