El rey entre fogones
Enrique VIII de Inglaterra creó en Hampton Court su particular reino del ocio
A media hora de Londres, a orillas del río Lugg, una elegante residencia real entre bellos jardines. Una de sus atracciones son las enormes cocinas, que estuvieron al servicio de un rey del buen comer.
Cuando el cardenal Wolsey escribía a Enrique VIII desde Hampton Court apuntaba la fecha y después añadía "en casa de su majestad". Con esta fórmula de cortesía daba a entender que el imponente palacio que se había mandado construir en la curva de un meandro junto al Támesis, muy cerca de Londres, no le pertenecía a él, sino al rey.
A Hampton Court se puede llegar de varias maneras. La opción más normal es tomar el tren hasta la parada que lleva el mismo nombre del palacio. Desde allí basta con cruzar un puente para llegar a las rejas y ver la fachada de ladrillo rojo y piedra caliza con sus torres, almenas, chimeneas y pináculos. La alternativa fluvial consiste en acercarse al embarcadero de Westminster, junto al Parlamento, y tomar uno de los cruceros que navegan río arriba (sólo funcionan entre los meses de abril y octubre), remontando la corriente como lo harían en su tiempo Wolsey y el rey.
Para desgracia del cardenal, aquella fórmula de cortesía acabó haciéndose realidad en septiembre de 1528, cuando el tesorero real le envió una carta en la que le ordenaba evacuar el palacio en cuatro días. Enrique VIII se había dado cuenta de que Wolsey, por mucho que se esforzase en complacerlo, tenía un soberano por encima de él -el Papa- y de que no iba a poder conseguirle el divorcio de Catalina de Aragón, que tanto deseaba. El rey nunca obtuvo la nulidad, pero a cambio se quedó con un palacio magnífico en un acto que, además, simbolizaba el traspaso de todos los poderes de la Iglesia católica a la Corona de Inglaterra.
Construcciones y mejoras
En noviembre de 1530, a las pocas semanas de su detención, el cardenal moría en la cárcel mientras Enrique VIII, que hasta entonces no había demostrado interés por la arquitectura (solía dejar en manos del humanista y mecenas Wolsey lo relacionado con sus casas), supervisaba personalmente un programa de nuevas construcciones y de mejoras para hacer del palacio cardenalicio un retiro real. Allí se dedicaría a la caza y al amor, a recibir invitados importantes y a agasajarlos para que vieran cuánto valía un rey de Inglaterra. Aunque el plan también comprendía otras dependencias, el rey Enrique quiso que la ampliación empezara por las cocinas.
Aquellos fogones que mandó reformar el soberano son las mismas cocinas que se pueden visitar hoy y que no desmerecen de otras maravillas que encierra el palacio (y son muchas: por ejemplo, la serie de lienzos de Andrea Mantegna dedicada a los triunfos de César). La lógica dictó que en un lugar consagrado al ocio y a los placeres, la barriga fuera lo primero. Y más teniendo en cuenta que a su nuevo dueño la buena mesa le gustaba tanto como la buena cama.
Articulados alrededor de tres patios, se levantaron edificios con dependencias específicas para cada labor: hervideros, hornos para cocer el pan, obradores de dulces, mermeladas y conservas; despensas para la carne y el pescado, y silos para el grano, además de dos cuartos de aderezos en los que se daban los últimos toques a los manjares antes de subirlos al comedor. La antigua cocina pasó a tener seis inmensos hogares aptos para asar un buey entero en cada uno de ellos, y el rey hizo construir dos imponentes bodegas, una para vino y la otra para cerveza. Y para que nadie distrajese viandas, oficiales de intendencia fiscalizaban todo lo que entraba y salía de allí.
Un español que visitó las cocinas en 1554 dijo que eran "en verdad infernales, tal es el ajetreo y la bulla que en ellas reina... Gastan por jornada entre ochenta y un ciento de ovejas, una docena de vacas bien cebadas, docena y media de terneros, y eso sin mencionar las aves, los gamos, ciervos, osos y conejos, que éstos los traen a espuertas. Más cerveza corre aquí que agua lleva el Pisuerga, pero no sobra nada porque les gusta mucho y dan buena cuenta della".
Para mantener este ritmo de trabajo hacía falta una legión de servidores, entre carniceros, mozos, cocineros, reposteros, etcétera, y el hacinamiento era inevitable, así que cada cierto tiempo llegaban órdenes de arriba para que, por ejemplo, "esos pinches no anden por las cocinas desnudos o apenas cubiertos como tienen ahora por costumbre, ni que se echen a dormir en cualquier sitio ni junto a los fuegos".
Tuberías de plomo
Enrique VIII también fue el primero en ocuparse de la higiene en palacio. Por un lado, mandó hacer una canalización de ladrillo y tuberías de plomo para traer el agua desde un manantial cercano. Por otro, en el lado sur de la fachada principal hizo construir, para los miembros menos encumbrados de la corte, los common jakes, literalmente los meaderos públicos, que más tarde se llamaron Great House of Easement o la Gran Casa de Alivio, con capacidad para que se aligeraran simultáneamente 28 personas. El rey no se olvidó del alcantarillado.
Más tarde, y en sucesivas etapas, el soberano mandó construir el Salón del Consejo, donde se reunía con sus secretarios, y la Torre del Baño, que sirvió para instalar su despacho, biblioteca, dormitorio y, por supuesto, una pequeña cocina. También ordenó la reforma del Gran Salón y de la capilla construidos por el cardenal, levantando las espectaculares viguerías góticas que siguen causando admiración. Todo ello se mantiene en pie.
No faltaron canchas de tenis -cubiertas y al aire libre- ni boleras, y en los jardines se plantaron setos de viñas en espalderas y se adornaron con las bestias heráldicas del rey montadas sobre pilares, como las que se ven hoy a los lados del puente del foso. Pero de todo esto no queda nada. Tampoco los tres estanques que servían de piscifactorías, ni el embarcadero, ni los varios pabellones que se construyeron. Por cierto, entre los pabellones, el rey hizo levantar uno soberbiamente rematado con una gran cúpula de bulbo para celebrar banquetes, y es que "en casa de su majestad", que diría el antiguo propietario de Hampton Court, todo llevaba a la mesa.
GUÍA PRÁCTICA
Cómo ir- Desde la estación de London Waterloo, un tren directo lleva en 35 minutos a Hampton Court.- Para hacer el trayecto en barco: Westminster Passenger Services (0044 20 79 30 20 62) o Turks Launches (0044 20 85 46 24 34).- Transportes públicos de Londres (www.tfl.gov.uk).La visita- Hampton Court (0044 870 751 51 75; www.hamptoncourt.org.uk). Información para visitar el palacio: www.hrp.org.uk. Abre todos los días de 10.00 a 18.00 (última entrada a las 17.15). Entrada: adultos, 19,20 euros; niños, 9,60.Información- Turismo de Londres (www.visitlondon.com).- Turismo de Gran Bretaña (www.visitbritain.es).
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