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Feria de San Isidro
Columna
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Juan Bienvenida

Ayer, 30 de mayo, hizo ocho años que murió mi padre. Juanito Bienvenida nació en Sevilla el 31 de julio de 1928. Irrumpe de novillero en el año 1946 de forma tan arrolladora, que llega a firmar diez festejos a razón de 25.000 pesetas cada uno (cuando sólo Manolete cobraba 60.000; los demás matadores no pasaban de las 20.000 o 22.000). Tenía 18 años y se jugaba la vida sonriendo.

Tras este fantástico comienzo, dos cornadas graves le sitúan en la duda de si finalmente lograría su sueño de ser torero. No consigue tomar la alternativa hasta 1955, la confirma en el 56 y tras dos temporadas esperanzadoras... en el 58, la catástrofe: en Almendralejo un toro de Miura lo voltea y en el aire le da una coz en el empeine del pie derecho; varias esquirlas de diferentes huesos se desprenden, en apariencia nada muy grave, de no ser porque cualquier movimiento provoca que se le claven. Comienza a perder fechas contratadas, el doctor Epeldegui le anima a ir al quirófano, resultará sencillo quitar las esquirlas y acabar con el problema, se convence y es ésta la primera estación de un vía crucis que nunca terminó. En Mallorca el doctor Llopis intenta recolocar todos los huesos del pie. A continuación nueva cirugía -esta vez el doctor Estades- y como colofón una espléndida intervención, según los entendidos, a cargo del doctor Duarte. Lástima que olvidara dentro del pie una compresa entera. La herida se negó a cerrarse en dos puntos del empeine. Por uno de ellos -yo asistí en casi todas las ocasiones- iba asomando ocasionalmente el extremo de un hilo, que su organismo se encargaba de intentar expulsar. Yo le daba las pinzas y él tiraba hasta extraerlo en su totalidad, así durante tres años hasta completar la compresa. Aún recuerdo a mi padre dando ánimos y excusando su error a un deprimido doctor que lamentaba su olvido. Recuerdo también a una plaza gritando furibunda "cojo, cojo", mitad odio, mitad burlón regocijo, mientras veía a mi padre comprobar angustiado cómo su cuerpo le negaba una salida al último intento por continuar viviendo como lo único que sabía ser: torero. Puedo garantizar que para un chico de doce años, resulta muy aleccionador acerca de algunas facetas del ser humano. La mirada de mi padre, mientras arrastraban al que iba a ser su último toro en activo, no se me ha podido olvidar; claramente, me dijo: "Se acabó, Juan, esto es el final, estamos muertos". A partir de ese día se dejó existir. A lo largo de mi vida he visto surgir ese ser desalmado y cruel -¿que todos llevamos dentro?- en varias ocasiones; lo vi gritando ¡viejo, viejo! a mi tío Antonio y contando de forma festiva y cruel el número de descabellos a un pálido y desencajado Curro Romero.

Volviendo a mi padre, solamente recuerdo verle vivo de nuevo en el otoño de 1988, cuando, cumpliendo con la tradición familiar, toreó un último toro al cumplir los sesenta años. Cuando lo cuadró para matar, yo sabía que se quedaba perfecto para darle una o dos tandas, pero él se limitó a darle una estocada. Fue entonces, cuando al pasar a mi altura con los trofeos, volví a encontrarme con mi padre, otra vez vivo después de tantos años; me miró con media sonrisa y movió la cabeza como en gesto de disculpa. El porqué no le dio esa última tanda tiene que ver con la famosa vergüenza torera. He tardado casi veinte años en entenderlo, aunque quizás lo he sabido siempre. Esa tanda la habría dado alguien que admitiese un futuro, una reaparición; pero a él le habría producido el mismo sonrojo que ver a un peón pegarle cuatro chicuelinas inopinadamente al ir a parar la salida al toro de su maestro. Mi padre cumplía con esa bendita tradición recurso en realidad del Papa Negro que, llegando su senectud, no se resignaba a esperar la muerte sin antes matar de nuevo un toro. Asumida la significación de este acto, con aquella estocada ponía la rúbrica a su defunción, como lo único que se sintió en la vida: matador de toros. Pero esta vez con la dignidad que se le negó aquella otra tarde hacía veinte años.

Sonreía dando la vuelta al ruedo, con las orejas y el rabo en la mano, que le hacían sentirse un torero vivo al que sólo le restaba esperar, pero ya con otra paz de espíritu. ¿Qué significaban los gestos de disculpa? Exactamente, eso: disculpas al público, a su público: por el pezuñazo del miura, por la torpeza de los cirujanos, por haberse quedado cojo, por haberse muerto muchos años antes de lo que le correspondía. En fin, parafraseando a mi abuelo: creo que me moriré sin entender de esto.

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