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Elecciones 27M
Columna
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La indiferencia

Rafael Argullol

Cuando se ha cerrado el último bazar electoral tenemos dos posibilidades: olvidarnos de él a la espera del siguiente o, aun a riesgo de caer en el agotamiento, recordar una vez más en qué punto se hallan lo que en su momento fueron las ilusionantes elecciones democráticas. Supongamos que, aunque nuestro deseo fuera olvidarnos lo antes posible, recordamos un poco lo recientemente sucedido. La primera pregunta sería ésta: ¿puede una democracia aguantar indefinidamente un tan alto grado de apatía de los ciudadanos? ¿Cuántas elecciones llevamos ganadas por la indiferencia?

Las otras preguntas son menores, en comparación con esta, pero no dejan de tener importancia. ¿Por qué no hay modo de disolver la impresión de nuestros políticos como una casta que se perpetúa en el poder? ¿Por qué los programas de los partidos aparecen tan poco atractivos? ¿Por qué los propios políticos son escasamente creíbles? Es más, ¿por qué su imagen es tan desangelada?

Esta última cuestión, que debería ser la menor, es sorprendente. En una época con gran capacidad de manipulación visual, en la que los mecanismos del mercado parecen imbatibles, se diría que es fácil construir carismas incluso desde la nada. De hecho la venta de humo a escala planetaria está al orden del día. Cualquier tramposo tiene a su disposición una sofisticada tecnología que le proporciona la posibilidad de presentarse ante el público como un vendedor de virtudes. Estamos acostumbrados a comprar virtudes de los tramposos. Sólo se trata de obedecer a la apariencia. Y para eso están los asesores de imagen, las campañas de imagen y todas esas cosas con las que el humo se disfraza de fuego.

Hoy día es casi imposible no conseguir grandes impactos publicitarios si se tienen los medios económicos para poner en marcha los engranajes. Los partidos políticos los tienen. Y, no obstante, es asombrosa la tosquedad y la falta de imaginación de la que hacen gala. No hay duda de que la mayoría de los partidos ya han aceptado definitivamente que sus electores son meros clientes pero, ¿cómo puede ser posible que tanto dinero y tanta asesoría lleguen a resultados tan nimios? La campaña recientemente acabada ha sido particularmente sintomática. No se sabía muy bien si la imagen del candidato habría sido concebida por el bando opuesto, pues, con alguna que otra excepción, era difícil llegar a una mayor torpeza. Unos parecían decirse a otros, en medio de una atmósfera bastante triste: "¡fíjate, yo todavía soy menos creíble que tú!".

Claro que todo este asunto sería lo de menos si una pregunta no llevara a la otra. La imagen, si no de falsedad, de falta de credibilidad de los candidatos, conduce a un ambiente políticamente melancólico y fatalista. Los electores malévolos barruntan que la casta política no dice nada -sustancial- porque tienen mucho que ocultar. Los electores benévolos, que son la mayoría, tienden a pensar que aunque no tengan nada que ocultar tampoco tienen nada que decir. Entre unos y otros la indiferencia gana terreno imparablemente.

Nunca había oído tan pocos comentarios políticos como a raíz de las dos últimas confrontaciones electorales (tres, si contamos el referéndum del Estatuto). No es que no haya discusiones apasionadas, apenas hay conversaciones que se refieran a los comicios. Cuando se alude a ellos las respuestas son evasivas y descorazonadoras: "voto porque toca votar"; "voto sin ganas"; "no sé a quién votar"; "no votaré". Ya que el voto en blanco no tiene una personalidad propia podríamos inventar el voto melancólico o el voto indiferente o el voto exhausto para contabilizar una cierta protesta democrática.

Ante este paisaje la respuesta de los partidos políticos es increíblemente autista, como si realmente permanecieran ajenos a los riesgos de un perpetuo estado de apatía social. No sé si en su interior, en sus discusiones internas, en el lenguaje dirigido a los electores clientes, este hecho adquiere relevancia, pero exteriormente, los partidos políticos hacen gala de una extraña y fría satisfacción. Elección tras elección, como si nada sucediera, como si el entusiasmo fuera general, van perpetrando campañas crecientemente cansinas, reiterativas hasta la náusea. La indiferencia de los ciudadanos ante los políticos es compensada por la indiferencia de éstos ante aquéllos.

En estas circunstancias no puede sino imponerse la ley de los grandes números, que invita a sustituir la calidad de las ideas por la cantidad de las cifras. Los candidatos que están en el poder alardean del número de inauguraciones recientemente realizadas, mientras que los que están en la oposición fantasean con el número de inauguraciones que realizarán cuando lleguen al poder. Los candidatos que están en el poder exhiben estadísticas que muestran la bondad de su estrategia al tiempo que los que están en la oposición poseen estadísticas que confirman el camino opuesto. En el bazar todo son grandes números: vehículos en las carreteras, pasajeros en trenes y aviones, pernoctaciones turísticas, exportaciones, construcciones; y en medio de los grandes números se camufla la falta de ideas y se fomenta la desorientación (ejemplo: las elecciones municipales en Barcelona habrían podido servir, al menos, para orientarnos acerca del trazado del AVE por la ciudad, pero hemos quedado más desorientados que antes).

Supongo que, tras las elecciones, al trazar un resultado público todos los partidos políticos estarán satisfechos, como es habitual. No obstante, el auténtico resultado es poco satisfactorio. Es muy difícil que una democracia pueda prosperar rodeada de apatía e indiferencia. La ley de los grandes números no basta. Y además puede acabar aplastándonos a todos.

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