Por pedir que no quede
Mi ciudad es bonita, pero está sucia. Se han adecentado los barrios periféricos dejando de la mano de Dios a la Diagonal -ahora con parterres lastimosos y llenos de papeles-, mientras mi calle se ha convertido en la más oscura de Barcelona por amor a la ecología y a las llamadas farolas que no contaminan la atmósfera pero asustan al vecindario y, muy especialmente, a las mujeres emancipadas como yo, que transitamos solas sin maridos que nos protejan. Así que el Ayuntamiento prefiere no molestar al firmamento a hacerle la vida mas aguantable y más segura a sus vecinos. El lado alternativo de que hace gala la ciudad gobernada por la izquierda tiene algún desliz más que chiruquero, simplemente cursi: "Hola, sóc la sorra. No m'embruteu", hemos leído en un cartel en la playa de Barcelona. ¿Tan terrible sería poner "No tireu burilles a la sorra", seguramente más pragmático y efectivo?
Otro tema alarmante, que recojo de una bella carta de M. Asunción Mayor en La Vanguardia de hace unos días: se han cargado y se van cargando, poco a poco, todos los lugares con encanto y con tradición de Barcelona. Ya me entristeció muchísimo la desaparición del anuncio del Jabón Lagarto cerca del Arco del Triunfo: era una mezcla de Pop Art natural y cuadro de Alcaín. Vino la remodelación, menos que pasable, del maravilloso bar Zurich en la plaza de Catalunya y la desaparición del bar Astoria y del Cristal, los únicos reductos literario-decadentes en una ciudad sin lugares de reunión para intelectuales. Han desaparecido Flores Prats, la juguetería Tic Tac, la joyería Sanz de la Gran Via, el Jazz Colón de las Ramblas y la peletería La Siberia, mientras aún aguanta el London Bar y creo que hasta la barbería de la Gran Via con su hilera de butacas de porcelana...
Porque Barcelona ya no es una ciudad burguesa y viva, aunque digan que lo es. Su vida se asemeja cada vez más a la de una película porque va convirtiéndose a pasos agigantados en un simulacro, un Port Aventura de ladrillo, salpicado aquí y allá por grupos de japoneses que poco retienen, me temo, de lo que ven, si lo ven. La primera pérdida de identidad está en las tiendas de souvenirs, que hasta han invadido el quiosco de la Placeta del Pí. Las masas de turistas se emborrachan casi gratis, antes o después de ser robados entre una esquina y otra de las Ramblas. Una amiga mía, excelente artista holandesa de 32 años y, por tanto, no precisamente una Barbie ni una conservadora alarmista, ha declinado la idea de invitar a su madre, sesentera, por temor al choque que le produciría el estirón del bolso. Si esto ya lo piensan los jóvenes alternativos, qué será de nuestro futuro turismo.... Nadie con dos dedos de frente querrá volver a Barcelona.
Y, finalmente, está el tema de la cultura. Es triste pensar que si con la democracia tenemos más museos, no tenemos, en cambio, más formación ni más talento. En artes plásticas, hemos pasado del talento clandestino bajo la dictadura a la ilusión de cambio y a las innumerables iniciativas de los años setenta. Poco a poco se han ido asentando los burócratas, fenómeno muy generalizado en todo el mundo, pero aquí con una diferencia: nuestros representantes culturales cada vez saben menos y cada vez tienen menos respeto a los que saben más. Y aunque ahora, por fin, se aprobará el Consell de les Arts, si algo se nos pegara de la manera de comportarse del British Council sería un milagro. Ojalá sucediera, ojalá que llueva café, por pedir que no quede.
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