La voluptuosa estela de la Pantoja
La moneda de menor valor material sustituye en el mercado a la de aleación más valiosa. Esta ley de Bentham, que aprendíamos en clases de macroeconomía, va extendida a los demás ámbitos del espíritu, el cuerpo y la vida general. Las malas novelas sustituyen a las buenas en el paisaje de las librerías, la moda de peor calidad ocupa el centro de la moda textil, el lenguaje chocarrero sustituye en el cine o en las radios a la expresión de calidad.
No se trata tanto de una degeneración de la época como de un estilo. Si la cuestión posee relevancia es precisamente porque significa algo más que una degradación. Se trata de un paradigma que avanza con el progreso democrático y representa un fenómeno de formidable atracción.
Desde las compañías aéreas a los supermercados, desde los automóviles a los electrodomésticos, todas las marcas que antes buscaban su distinción en lo caro de sus creaciones han girado hacia el low cost. Lo devaluado económicamente, textualmente o moralmente, va adquiriendo categoría referencial. Los numerosos casos de corrupción valdrían para expresar con elocuencia la victoria de la lasitud sobre el rigor, la rebaja de los perjuicios sobre la escrupulosidad moral.
Pero lo mismo valdría decir respecto al dominio de las obras mediocres sobre las buenas, las menos cargadas de mena que aquellas gangas de pobre aleación. La liviandad del valor ha empujado hacia afuera el peso del valor. Y, lo que es más decisivo, ha erigido lo menos hondo en índice de la identidad.
Ocurre también con la política. No son las tertulias políticas las que nos martirizan mediante una aviesa voluntad de perjudicarnos. Las tertulias radiofónicas no se desarrollarían a extremos insufribles, incluso para ellas mismas si no asumieran la ineludible misión de asemejarse a los programas del corazón. En tanto su pleno mimetismo queda todavía pendiente continuará la brega tertuliana por la vivisección, la murga, el fisgoneo y la exégisis de reiteración.
Igualmente: en tanto las elecciones no adquieran el formato que las confunda con Operación Triunfo, sus campañas carecerán de algo esencial. ¿Candidatos? Los candidatos que pugnan por un voto en un Ayuntamiento o una Comunidad se mezclan mentalmente con aquellos que batallan por ganar en Mira quién baila. La candidatura popular o la popularidad de la candidatura se alzan como grandes designios.
La misma Pantoja en comparecencia ante decenas de miles de personas ha roto la ya caduca estanqueidad entre la copla y el juzgado, entre la tonadilla y el municipio. A lo largo de cada actuación desgrana una o dos frases relativamente encriptadas de extrema acción sociopolítica. Su rango, su audiencia, su vestuario, es analizado por los expertos en comunicación que así aprenden respecto a la presentación de líderes y jefes de empresa.
Lo tenido hasta ahora como inferior ha invertido la cara de la moneda. Lo gratuito es tan bueno o más que lo pagado, como demuestra la mayoría de la electrónica. Los periódicos gratuitos, estimados como subsidiarios y populacheros, han conquistado el carácter de notables prototipos y prácticamente cualquier cabecera afamada hará bien en ojear sus estrategias, sus contenidos y sus modos. La prensa gratuita, como la moneda de menor peso, va desplazando a lo más lurdo. Lo más grave, en general, va aprendiendo, como en los demás artículos contemporáneos la alternativa liviana. ¿Prensa amarilla? Basta que brote una noticia como la de las infecciones del anestesista valenciano o el rapto de la niña inglesa para que gane titular en primera.
El modelo triunfador, en fin, no se inspira en lo más egregio; las ropas que molan no obtienen su referencia de los selectos salones, sino de los estratos más bajos. La democracia tenía que elegir entre la tentación de la excelencia para todos o el populismo a granel gestionado por unos cuantos. En estos momentos la tendencia sigue la voluptuosa dirección de la Pantoja.
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