La educación de nuestros empresarios
Sólo nos faltaba que el Barça ceda el liderazgo de la Liga para acentuar aún más, si cabe, el síndrome de pérdida de confianza social y económica que padece el país desde hace unos años. Estamos permanentemente en el diván preguntándonos quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos, cuáles son nuestras fuerzas o quiénes son los enemigos del poder económico catalán. A este paso, la profesión con más futuro en el país será la de psiquiatra social.
Incapaces de comprender lo que nos pasa en el terreno económico, nos hemos volcado en el político. Como recordaba hace unas semanas el periodista Enric Juliana, las clases medias catalanas, algo cansadas por el gradualismo pujolista y radicalizadas por la relativa decadencia de Barcelona frente al Madrid pujante y galáctico, así como por la soberbia de José María Aznar, decidieron cargarse al Partido Popular en las últimas elecciones generales y apoyar la aventura estatutaria. El fracaso relativo del Estatuto puede, sin embargo, haber acentuado el síndrome de pérdida de confianza en las propias fuerzas y el pesimismo acerca del futuro.
Fruto también de esa radicalización, la clase empresarial barcelonesa ha efectuado un conato de rebelión en las últimas semanas, tomando como bandera la reivindicación de una gestión autónoma que haga de El Prat un aeropuerto transoceánico. Radicalización curiosamente expresada desde una de las escuelas de élite donde se educan los futuros empresarios catalanes.
La preocupación por el liderazgo empresarial posiblemente refleje la importancia que para el buen funcionamiento de la economía y del progreso social ha vuelto a recobrar el papel del empresario innovador y ambicioso. No es casualidad que vuelvan a publicarse biografías sobre Joseph Schumpeter, el economista que a principios del siglo pasado señaló dos cosas: que la innovación es la fuerza que mueve no sólo al capitalismo, sino también al progreso económico en general, y que los agentes de esa innovación son los emprendedores, los empresarios que sueñan y ambicionan con "fundar un reino privado".
¿En qué se apoya esa idea obsesiva de declive del poder empresarial catalán? El indicador más utilizado es el escaso número de grandes empresas con sede en Cataluña (más de 5.000 empleados), así como su disminución a lo largo de las últimas décadas. De las 72 empresas de ese tipo existentes en España en el año 2000, sólo 9 eran catalanas, frente a las 43 de que tenían su sede en Madrid.
Los psiquiatras del declive manejan dos tipos de explicaciones. La primera viene a decir que la culpa de la pérdida de poder empresarial la tiene el Gobierno de Madrid, y por extensión la clase política española, que intenta contrapesar la creciente autonomía política de Cataluña con la disminución de su poder económico. Las privatizaciones de la época de Aznar habrían sido uno de los instrumentos. La segunda busca las causas en la menor capacidad emprendedora de los hijos de la burguesía. Acostumbrados a vivir bien, habrían perdido el apetito por la innovación y el riesgo empresarial que habría caracterizado a sus antepasados.
Hay mucho de mito en la supuesta capacidad de riesgo de los viejos industriales, ya fuesen los de la primera generación (1840- 1890), los de la segunda (1890-1935), crecidos ambos al calor del proteccionismo de la Restauración, o los de la tercera (1936- 1975), apoyados por la autarquía y el intervencionismo industrial del franquismo. Si tuviesen que enfrentarse a las actuales condiciones de apertura y competencia global en que se mueve la economía catalana en estos momentos, lo pasarían mal.
Por el contrario, la generación actual, la cuarta, ha mejorado la competitividad de la empresa catalana y ha llevado a cabo una expansión internacional encomiable en condiciones de competencia dura. Pero aun así, sigue siendo cierto que la empresa catalana está lastrada por algún tipo de dificultad intrínseca para ganar tamaño.
Una explicación alternativa de por qué cuesta tanto la modernización de la empresa catalana para ganar dimensión, tiene que plantearse el peso que puede haber tenido, y aún tiene, la educación de los empresarios catalanes, entendida educación en un sentido amplio de la palabra.
Por un lado, está la educación empresarial en el seno de la familia, en la que el peso del proteccionismo y la autarquía en que se movieron las generaciones anteriores ha dado lugar a un ambiente familiar muy cerrado y a una estructura empresarial peculiar. El santo temor al endeudamiento y la defensa del control familiar del negocio constituyen aún hoy los dos rasgos que mejor definen la cultura del capitalismo familiar catalán. No hay hábito de gestionar empresas de capital abierto, coticen o no en Bolsa, y esto es una rémora para el crecimiento. Aun cuando algo se va haciendo, como es el caso de las familias Lara y Carulla.
Por otro, ese ambiente de capitalismo cerrado en el que se reproducen los nombres, las familias y los patrimonios (aunque no las empresas), no facilita la emergencia de los altos directivos procedentes de fuera de la familia, algo que caracteriza al actual capitalismo global. Cataluña tiene una economía muy poco proclive a la meritocracia del buen profesional, que por muy bueno que sea sabe que los más altos cargos de la empresa estarán ocupados por los herederos. Sólo La Caixa ha roto este modelo familiar-endogámico, y ha generado una nueva generación de altos directivos propios de las grandes empresas corporativas.
Por otra parte, está la cultura política de la catalanidad. El discurso nacionalista, y por extensión el catalanista, ha tendido a mitificar las virtudes cívicas de la pequeña y mediana empresa y el espíritu de identidad nacional de los empresarios. Esta cultura política, sin ser contraria, no favorece la emergencia de grandes empresas catalanas.
Quizá no sea casualidad que algunas de las empresas catalanas más exitosas de los últimos años, como es el caso de Mango, haya sido creadas por no catalanes de origen, menos atados por esa cultura familiar endogámica y menos permeabilizados por esa cultura política.
Si queremos, como señaló Cambó, que Cataluña deje de ser "un país de tenderos" (sin que eso signifique desprecio de esa digna profesión) hay que romper el análisis políticamente correcto y examinar a fondo el papel que la educación de los empresarios catalanes puede haber tenido en la ausencia de grandes empresas.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona.
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